Usted está aquí: miércoles 1 de octubre de 2008 Opinión 1968, año crucial para los católicos

Bernardo Barranco V.

1968, año crucial para los católicos

La Iglesia católica fue atravesada durante 1968 por dos eventos determinantes que la marcaron en los años subsecuentes: el movimiento estudiantil de 68 y el progresismo católico desatado por la reunión de Medellín, Colombia, realizada en agosto de ese año.

Hay que recordar que en aquellos años la jerarquía católica era de las más conservadoras del continente, sólo equiparable con el reaccionario episcopado argentino; sin embargo, la atmósfera libertaria del 68 alcanza y cimbra a todos los actores eclesiales. Pese a sus atavismos, se debe reconocer que en su conjunto, gozaba en los años 60 de una vigorosa vitalidad asociativa de nutridos movimientos laicales; tan sólo la acción católica de mujeres adultas, una de la cuatro ramas principales,  superaban 350 mil adherentes. Era un espacio de asociación y organización social alterna al Estado corporativo.

Mientras la posición de la alta jerarquía ante el conflicto estudiantil es de extrema prudencia que se convierte en  apoyo y hasta  sumisión acotada al gobierno de Díaz Ordaz, sectores minoritarios del clero expresan repudio y desaprobación por los métodos represores desatados por el régimen. Aunque el entorno político de aquel entonces era asfixiante, dado el control casi totalitario del régimen de Díaz Ordaz, los obispos reconocen su debilidad para oponerse a los procedimientos violentos y férrea coerción social, especialmente mediática que ejerció el gobierno hace 40 años.

Muchos obispos conservadores, como Octaviano Márquez, Anselmo Zarza o López Aviña hicieron suya la trama de la supuesta conspiración comunista internacional; pero también es cierto que no aceptaron del todo los métodos de abierta represión ni la violencia institucional que desplegó el régimen. Ernesto Corripio Ahumada, quien encabezó el sector moderado del episcopado, pocos años después admitía vergüenza institucional, pedía salir del oscuro rincón jurídico y demandaba a sus hermanos en el episcopado “acciones más osadas y evangélicas”.  También debemos examinar la línea sugerida por el Vaticano y su lectura de la situación mexicana.

Hay que tener presente que en la década de los 60 aún estaba fresca la retórica católica anticomunista, típica de la guerra fría, del papa Pío XII; sin embargo, la opción sugerida por Roma era muy cercana a la estrategia seguida por las “Iglesias del silencio”, incrustadas en el entonces bloque socialista. La incómoda postura de la jerarquía católica mexicana frente al gobierno, vista en retrospectiva, denota también el inicio de una toma de distancia crítica al dominante estilo presidencialista porque su servilismo toca fondo; en su excesiva moderación capitalizada por Díaz Ordaz, se inicia un primer gesto de toma de distancia de una Iglesia que por momentos no sabía cómo sacudirse la tutela del Estado porque no sabe cómo sacudirse sus propias ataduras conservadoras que la amarraban a un régimen que había rebasado las fronteras de la legalidad y de la ética social.

En contraparte, muchos sectores cristianos se mostraron solidarios con las causas estudiantiles defendiendo sus derechos; destacaron congregaciones como la de los jesuitas y dominicos; organizaciones seglares como la Juventud Obrera Católica (JOC), la agraria (JAC), universitarios (MEP); centros de apoyo como el secretariado social mexicano y Cencos.

Para algunas organizaciones, como la poderosa  corporación de estudiantes mexicanos, que en ese momento dominaba más de 30 mesas directivas en diferentes universidades del país, la crisis social que provoca el movimiento estudiantil la conmociona  al grado que el 68 marca rutas nuevas de participación, de militancia y de compromiso social.

El 68 es un año emblemático que acentúa la evidente división de la Iglesia mexicana entre conservadores y progresistas; también es un año en que se polarizan las posturas de sus actores y se disparan antagonismos. En cierta forma la jerarquía pierde parte del control tradicional que ejercía en sus organizaciones ante la pérdida de valores tradicionales y el cuestionamiento a la autoridad. Así, el 68 hace más reaccionarios a los conservadores y más radicales a los progresistas. El Concilio y Medellín de alguna manera son parte de una “revolución cultural” interna que lleva a muchos católicos mexicanos a repensar su papel social frente a la injusticia. Surgen nuevas corrientes eclesiales como la de sacerdotes populares, centros de reflexión, investigación, y aparecen revistas que dan nuevos contenidos a las práctica pastoral. Muchas de estas posturas tienen sus raíces en el viejo catolicismo social desde el siglo XIX. Asimismo florecen rutas de un catolicismo que vuelve a reivindicar lo popular y los tejidos sociales básicos como son las comunidades de base. Los jóvenes católicos resienten más los cambios culturales como del propio movimiento estudiantil. En efecto, sectores de las pastorales juveniles y universitarias se radicalizan tanto a la derecha y como a la izquierda. El Movimiento Universitario de Renovación Orientadora (MURO) recrudece su discurso anticomunista y ejerce acciones violentas de extrema derecha con sabor fascista; por otro lado, el movimiento de estudiantes y profesionistas (MEP) de la vieja Acción Católica nutre de católicos activistas guerrilleros a la 23 de Septiembre, cuyo emblema será Ignacio Salas, quien pasa de ser dirigente católico a uno de los guerrilleros urbanos más buscados por el régimen de Luis Echeverría.

Al igual que en Argentina, montoneros; Uruguay, tupamaros, y Colombia, M19; los dirigentes universitarios mexicanos se incorporan a movimientos insurgentes y son perseguidos y reprimidos en la llamada guerra sucia que se expande por todo el continente.

Después del 2 de octubre de 1968 nada fue igual; cambios políticos, culturales y religiosos se activan lenta e inexorablemente. A 40 años de aquel suceso trágico y paradigmático, se antoja hacer un balance.

 
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