Usted está aquí: domingo 28 de septiembre de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Contrato conyugal

Llevábamos mucho tiempo haciendo planes para reunirnos en algún sitio neutral donde pudiéramos conversar sin tener que levantarnos a contestar el teléfono, acudir a la puerta o atender alguna urgencia doméstica.

Elegí el restorán como parte de las sorpresas que le tenía reservadas a Irma con motivo de su reciente cumpleaños: una foto con todos nuestros compañeros de prepa, su perfume predilecto y el último disco de Cesárea Evora. Prometió que lo escucharía mil veces. No lo dudé. Irma es de las personas que se obsesionan con un cierto tipo de música hasta que agota todas las emociones que le produce.

Elegimos una mesa apartada en donde no interfirieran con la nuestra otras conversaciones ni el tránsito de los meseros. Mi sitio daba a la ventana y el de mi amiga hacia el resto de las mesas. Irma declaró su decisión de olvidarse, al menos por esa noche, de su dieta. Ordenamos aperitivos, un menú formal y una botella de vino tinto.

Al principio se mostró muy interesada en la conversación. Me contó que en el Centro de Investigación Ecológica acababan de incorporarla a un programa de alcances continentales. El trabajo era intenso y absorbía todo su tiempo pero no se quejaba: las perspectivas eran muy alentadoras y el sueldo menos raquítico que en su anterior trabajo. Respecto de su profesión podía sentirse satisfecha, pero no en cuanto a su vida sentimental. Le dije que tal vez su problema radicara en que sigue esperando a un príncipe azul. Ladeó la cabeza y miró al frente mientras me pedía informes acerca de mi vida en el último año.

Le hice un breve resumen y le conté que, después de haber sufrido un tercer asalto, mi hermano Abelardo estaba pensando en irse a Canadá. Al verla sonreír me di cuenta de que Irma había dejado de escucharme. Otra vez ladeó la cabeza y en sus labios se dibujó una gran sonrisa.

Me interesó el motivo de su curiosidad y quise volverme, pero Irma me lo impidió: “No. Van a darse cuenta de que los estamos viendo”. “¿Quiénes?” “Una pareja di-vi-na. No sabes cuánto diera por estar en el sitio de la mujer. Se nota que él la idolatra”. Le pedí que me diera detalles acerca de cuanto hacían los enamorados.

II

–Llegaron un poquito después de que nosotros entramos. Me llamó la atención la forma tan cortés en que él apartó la silla para que ella tomara asiento. Pidieron dos “margaritas”. De seguro esa bebida les recuerda algo romántico.

Pregunté el aspecto de la pareja. Irma les lanzó una mirada rápida:

–Se ve que están casados porque ambos llevan argollas. La mujer es mona, él no está nada mal. Enseguida se nota que hay algo muy bonito entre ellos: ternura, confianza, generosidad. No sé, pero me gusta. Discretamente me pidió que me hiciera a un lado para ver mejor:

–¿Sabes lo que él acaba de hacer? Apagó el celular y se lo guardó en la bolsa. Si hay algo que me choca es salir con un tipo que se pasa la noche contestando “el móvil”.

Por el término que empleó me di cuenta de que Irma es lectora de Hola. Iba a decírselo en broma pero noté en sus ojos un nuevo deslumbramiento hacia la pareja di-vi-na y le pregunté qué hacían.

–Ella come ensalada y él acaba de darle en la boca una cucharadita de sopa de cebolla. Se nota a leguas que los dos quieren agradarse.

En qué se basaba para sacar semejante conclusión respecto de dos perfectos desconocidos:

–Por la forma en que se miran, pero sobre todo por la manera de compartir la ensalada y la sopa de cebolla –se frotó las manos.

–Espérate, espérate: él acaba de entregarle un sobre, ella lo deja a un lado y lo besa. ¡Ay Dios mío! Ya se dieron cuenta de que los estoy mirando.

No me extrañó porque Irma estaba prácticamente cayéndose de la silla, con la boca abierta y comiéndose con los ojos a la pareja di-vi-na. No pude más y me levanté con el pretexto de ir al baño. Al pasar, aunque fuera de lejos, podría ver a los inquilinos del nuevo paraíso.

Enseguida los reconocí. Eran Perla y Javier. Lo último que supe de ellos era que él le había pedido el divorcio porque estaba enamorado de una muchacha que sí era capaz de entender sus proyectos arquitectónicos y su búsqueda de nuevas formas.

Perla fue mi compañera de trabajo hasta hace cuatro meses. Dejamos de vernos cuando ella pidió su traslado a la sucursal de Lomas Verdes. Lo lamenté porque se encontraba en plena crisis, llena de odio hacia la otra y resignada a divorciarse antes que aceptar la humillación de la infidelidad. La última vez que conversamos me dejó muy inquieta: habló de suicidarse en caso de que Javier no desistiera de la separación.

El conflicto fue tema de muchas conversaciones en la oficina. Por mis compañeros supe que Javier estaba muy enamorado de una tal Marisol –la otra– y dispuesto a emprender con ella una nueva vida sin importarle la infelicidad de su esposa durante ocho años y las críticas de ambas familias.

Cuando regresé del baño encontré sobre la mesa dos copas de coñac. Irma deseaba que brindáramos por su cumpleaños. Le deseé felicidad, salud, suerte y que siguiera prosperando en su trabajo. Me confesó que cambiaría hasta el más ambicioso proyecto ecológico por encontrar un hombre amoroso, inteligente y cortés: atributos que, según ella, debía tener el integrante de la pareja di-vi-na.

No le revelé su identidad para no desmoralizarla. Procuré captar su atención haciendo recuerdos y comentarios, pero no lo conseguí. Siguió mirando a la pareja hasta que salió del restorán. Nosotras nos despedimos minutos después bajo promesa de reunirnos antes de que transcurra otro año.

Rumbo a mi departamento no dejé de pensar en Javier y en Perla. Cuando estaban a punto del divorcio ella me pidió que suspendiera mis llamadas por un tiempo, mientras olvidaba todo lo relacionado con “ese miserable”. En vista de su reconciliación no había motivos para seguir incomunicadas.

III

Perla se alegró al oír mi voz. Le pareció gracioso que hubiésemos coincidido en el restorán y me reprochó que no me hubiera acercado a su mesa. Le dije que no lo había hecho para no interferir con su evidente felicidad.

–Estamos bien. No me quejo.

La tibia respuesta de mi amiga me desconcertó. Su permanencia al lado de Javier significaba su triunfo sobre la otra y el resultado de una lucha encarnizada por hacerlo desistir del divorcio. Me aclaró que la decisión de mantenerse juntos había sido de ambos. Le dije que no me extrañaba un acuerdo entre dos personas que se aman tanto como ellos. Perla se rió:

–Y que saben aritmética. Tuvimos que sacar la calculadora antes de emprender el trámite de divorcio. Nos dimos cuenta de que no podíamos seguir viviendo juntos y de que cada uno necesitaba su propio departamento. A como están las rentas nada más en las fianzas íbamos a gastarnos 60. ¿De dónde íbamos a sacarlos? El coche lo compramos entre los dos. Me dijo que pensaba quedarse con él y a darme mi parte. No le creí pero acepté. Luego estudiamos el reparto de los muebles: sólo tenemos una tele, un refrigerador y una lavadora. Por lógica me correspondían a mí, pero Javier me salió con que para comprar esos muebles iba a invertir por lo menos 25 mil pesos. ¿Te imaginas?

Según me explicó Perla, para divorciarse no sólo necesitaban mucho dinero sino tiempo para renovar sus papeles en Hacienda, hacer nuevos contratos en la Compañía de Luz, Teléfonos, la gasera y aparte sustituir sus credenciales de elector. El trámite más engorroso sería en el banco y el más delicado, la tarjeta de crédito. Usaban la misma, tenían que ver cómo iban a pagar la totalidad de su deuda, por cierto bastante alta. Además Perla quería conseguir una individual para evitar que la otra fiscalizara sus gastos cuando el estado de cuenta apareciera en el nuevo domicilio de su ex marido.

Le dije que lamentaba mucho todo lo que había sufrido, pero ella se mostró optimista:

–Las crisis siempre son buenas. A nosotros nos sirvió para ver que en estos tiempos divorciarse sale en un ojo de la cara. Así que mejor seguimos casados, compartiendo la vida y los gastos. Lo único que mantuve en pie fue lo de nuestro coche. Le vendí mi parte a Javier y durante la cena me la pagó. Me puse tan feliz que hasta lo besé. Ojalá que nos veamos para contártelo todo al detalle. ¡Qué bueno que me llamaste!

El pragmatismo de mi amiga me impresionó y me dejó pensando en que los malos tiempos han tenido, entre otras consecuencias, el surgimiento de un nuevo contrato matrimonial donde está escrita con letra menuda la palabra amor.

 
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