Usted está aquí: sábado 13 de septiembre de 2008 Cultura La lluvia del amor

Disquero

La lluvia del amor

Pablo Espinosa ([email protected])

Era una tarde lluviosa y Hamburgo podía cantar bajo su cielo los versos de Paul Verlaine: Il pleure dans mon coeur/ comme il pleut sur la ville (“hay llanto en mi corazón/ como hay lluvia en la ciudad”) pero el canto que sonó, cuando un herrumbroso reloj gritó sobre una torre añosa con sus manecillas de silencio: son las cuatro y media de la tarde y todo tranquilo, fue un cantar de gestas, un océano de cantares, un recital de piano solo, solito y su alma, que los presentes no olvidarán ni cuando mueran y los ausentes ya tenemos una butaca virtual, pletórica y pretérita, porque el concierto que sonó esa tarde de lluvia en Hamburgo es uno de los momentos culminantes del fin de siglo pasado, un tesoro de melómanos y un gozo supremo que ahora esplende en los anaqueles de las novedades discográficas: Horowitz in Hamburg. The Last Concert (Deutsche Grammophon) y que documenta la tarde en que Horowitz lloró pero de emoción, al filo del proscenio y con la mano en alto diciendo adiós a la vida y sus bellezas y luego de asombrar al mundo durante más de siete décadas de ser uno de los gigantes del pianismo del planeta y después de que esa tarde lloró en el corazón de los escuchas ahí presentes pero no de melancolía sino de gozo porque mientras llovía sobre la ciudad, el gigante ruso hizo llover sobre las teclas miriadas de bendiciones: partituras de Schubert, Chopin, Liszt y Schumann, autores de quienes hizo verdaderas re-creaciones a lo largo de su luenga carrera pero lo que brilló con aura áurea fue su nuevo amor: Mozart, que como un amor de Swan, ese alter ego de Marcel Proust, sonó como el amor de la edad de madurez: sabio y tierno, potente y majestuoso, febril y emocionado.

Un rondó, es decir, una danza y después una sonata, numerada por Ludwig Ritter von Köchel con el número mágico 333, fueron las dos obras que eligió don Vladimir Horowitz para despedirse del planeta. Y como sucede con los conciertos póstumos (el de Bernstein, llorando en el podio mientras dirige la Novena de Beethoven; Gustav Mahler gimiendo en su última sinfonía y en La Canción de la Tierra; el padre de José Saramago abrazando cada árbol de su jardín en señal de despedida y llorando pero no de tristeza sino porque la vida es tan bella que resulta una pena tener que irse), el recital colmó los corazones de los presentes de una manera especial.

Y no es que Horowitz ni nadie entre el público supiera la hora de su muerte, que nadie la sabe en el planeta, ni el médico más experto ni el enfermo más enfermo, sino que el gigante ruso ya no dio más recitales, como una decisión personal y soberana. El llanto en el corazón y la lluvia sobre la ciudad aquella tarde fueron en realidad lágrimas de gozo, expresiones sublimes de la felicidad, himnos húmedos en homenaje a la vida, que es tan bella. Y todo esto, es decir, la atmósfera de aquella tarde lluviosa de domingo en Hamburgo, el amor que genera la música de Mozart, el enamoramiento por la vida, están en este disco hermoso.

 
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