Usted está aquí: miércoles 10 de septiembre de 2008 Opinión De cineastas en transición

33 Festival Internacional de Cine de Toronto

Leonardo García Tsao
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De cineastas en transición

Ampliar la imagen El actor Edward Norton a su llegada a la función de gala de la cinta Pride and Glory en el festival El actor Edward Norton a su llegada a la función de gala de la cinta Pride and Glory en el festival Foto: Reuters

Toronto, 9 de septiembre. El eslogan del festival este año es “Por amor al cine”. Sin duda, muchos en la industria responden a ese dictado, aunque el cine suele ser una amante que no siempre corresponde. Nomás hay que preguntarle al cineasta japonés Takeshi Kitano, cuya crisis creadora ha durado ya varios años. Su más reciente película, Aquiles y la tortuga, es la tercera parte de lo que podría llamarse la trilogía del autodesprecio, junto con Takeshis’ (2005) y ¡Gloria al cineasta! (2007).

Sin embargo, esta vez la meditación es indolora (al menos para el espectador). Kitano se cuestiona la validez del arte por medio de la desgracia de un alter ego, un pintor fracasado, contada en tres partes: en la primera, narrada como melodrama dickensiano, el niño Machisu descubre su pasión por la pintura mientras pierde a todos sus seres queridos; ya adulto, el pintor le hace caso a un crítico de arte que le recomienda hacer estudios formales y él se une a un grupo de inútiles que experimenta con formas extremas de action painting; finalmente, Machisu en su edad madura –interpretado por el director mismo– intenta la imitación, en versión nipona, de los estilos de diferentes pintores, desde Picasso a Hockney. Pero nada lo salva de ser un hazmerreír.

Aunque Kitano consigue momentos muy graciosos en la parte final, no le quita lo patético a la mirada retrospectiva de su obra. Aquiles y la tortuga parece expresar que el autor duda sobre su propio arte y atribuye a la crítica el estancamiento que le ha impedido filmar nuevamente de manera espontánea.

En cambio, el fracaso debió haber operado un cambio positivo en el estadunidense Darren Aronofsky. Sobrado de pretensiones en sus películas Pi (1998), Réquiem por un sueño (2000) –la película engañabobos por excelencia–, y La fuente de la vida (2006), un rotundo fiasco crítico y comercial, el realizador ha hecho su película más satisfactoria a la fecha con The Wrestler (El luchador). Sobre un guión ajeno, Aronofsky describe cómo el envejecido luchador Randy the Ram, famoso en los 80, es obligado a arrojar la toalla a causa de un infarto. En vano, él intenta llevar una vida normal, y es rechazado tanto por su teibolera favorita (Marisa Tomei) como su hija adulta (Evan Rachel Wood), a quien había abandonado. ¿Adivinen qué pasa después?

Obviamente, The Wrestler guarda más similitudes con el trazo melodramático de Rocky que de Réquiem. Inclusive Aronofsky ha cambiado de técnico a rudo, sustituyendo su elaborado formalismo por un estilo directo, sostenido en la cámara en mano. Sin embargo, la película le pertenece a su actor protagónico, Mickey Rourke. Con el rostro deformado por los golpes de la vida (y la cirugía), Rourke parecía condenado a interpretar caricaturas de sí mismo –como en Sin City– o, quizás, al León Cobarde, sin disfraz, en un posible remake de El mago de Oz. Pero el papel de Randy ha sido ideal para su físico y su capacidad para mostrarse vulnerable (que era también su virtud en su breve época como galán cool). La recuperación de la dignidad del personaje encuentra un eco en la propia carrera de Rourke, y eso vuelve a la película mucho más emotiva de lo que merece su apego a la fórmula. Tal vez por eso obtuvo el León de Oro en el reciente festival de Venecia.

Por su parte, el director argentino Carlos Sorín ha encontrado una variante muy válida de su estilo minimalista en La ventana. Situada en una aislada casa de campo –o estancia– la película describe las últimas horas de vida de un escritor octogenario (el autor uruguayo Antonio Larreta) en lo que espera la visita de su hijo. Sorín no necesita más que un sencillo recuento de imágenes y sonidos para hacer conmovedora la transición final de su personaje. Si bien el carácter poco enfático de sus anteriores Historias mínimas (2002) y Bombón el perro (2004) las hacía casi evanescentes, en esta ocasión el realizador ha conseguido una obra de una delicadeza prácticamente asiática.

 
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