Usted está aquí: viernes 29 de agosto de 2008 Opinión Lo ominoso

José Cueli

Lo ominoso

Infinidad de adjetivos se han vertido en días recientes para intentar calificar el estado emocional y los afectos que los acontecimientos recientes nos han despertado. A las brutales y desgarradoras imágenes se han agregado las palabras que intentan dar cuenta de lo experimentado en lo más íntimo de nuestro ser. Pero una vez más corroboramos que el lenguaje no nos alcanza para dar cuenta de lo que discurre por lo síquico, que siempre hay un plus que se escapa. Saturados los sentidos, aturdida la razón, rebasada nuestra capacidad elaborativa, sólo nos queda la confusión y el desasosiego.

La ficción ha rebasado a la realidad, y ahora el “enemigo” (la diferencia de conflagraciones anteriores) es del orden del fantasma, del orden de “algo” amenazante que no tiene rostro, de una amenaza que no puede encuadrarse en el tiempo ni en el espacio y que por tanto nos confronta descarnadamente a una experiencia ominosa, siniestra.

Freud publica en 1919 un escrito sobre la experiencia de lo ominoso. Allí puntualiza que no hay duda alguna de que lo ominoso, lo siniestro, pertenece al orden de lo terrorífico, siendo aquello que suscita angustia y horror. Para él, lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo. Al preguntarse cómo es posible que algo familiar se vuelva ominoso y en qué condiciones se presenta de esta forma, recurre al análisis de la palabra alemana unheimlich, que es lo opuesto de heimlich, que puede ser traducido como familiar, íntimo; luego entonces, lo unheimlich, lo ominoso, resulta algo terrorífico justamente porque no es consabido. Sin embargo, nos advierte lo siguiente: “Sólo puede decirse que lo novedoso se vuelve fácilmente terrorífico y ominoso; algo de lo novedoso es ominoso pero no todo. A lo nuevo y no familiar tiene que agregarse algo que lo vuelva ominoso (...) Lo ominoso sería siempre, en verdad, algo dentro de lo cual uno no se orienta”.

Lo heimlich se torna unheimlich, pero como Freud nos advierte, el vocablo no es unívoco, por tanto está abierto a múltiples sentidos y que lo que allí aparece es el retorno de lo reprimido, de lo reprimido infantil. El texto citado continúa con el análisis de una de las Piezas nocturnas, de Hoffman: El hombre de arena. Hace aquí valiosas aportaciones en cuanto al efecto del doble qué, en su origen, “fue una seguridad contra el sepultamiento del yo, una enérgica desmentida del poder de la muerte... el recurso a esa duplicación para defenderse del aniquilamiento... de un seguro de supervivencia, pasa a ser el ominoso anunciador de la muerte”.

La lectura de este texto de Freud ilustra a la perfección el juego macabro en el que parecemos suspendidos, como marionetas, en estos terribles momentos. Así como Nathaniel, el personaje de Hoffman, experimentó lo siniestro en la infancia al escuchar el relato del hombre de arena y el posterior encuentro con el óptico Coppola lo aterró, así nosotros creemos reconocer las figuras terroríficas de la infancia, en las aterradoras imágenes que las televisoras no se cansan de explotar.

Aquello antaño hospitalario se nos torna agreste e inhóspito, el amigo en enemigo, el civilizado en salvaje agresor, la seguridad en miedo, la certidumbre en paranoia y todo se torna un desdoblamiento especular de aquello íntimo, familiar y a la vez siniestro que nos habita. Se confunden el adentro y el afuera, la fantasía con la realidad y la razón se sale de sus goznes. Ante el “enemigo” sin rostro, ante el retorno de lo reprimido, ante la amenaza de lo fantasmático, aparecen, inevitablemente, las fantasías más arcaicas, la paranoia y las actuaciones. La angustia lo matiza todo, lo más irracional aflora y la capacidad para la reflexión nos abandona, creencia y delirio se traslapan con los graves riesgos que esto conlleva.

Parafraseando a Freud; el mundo se nos ha tornado unheimlich, el mundo se nos ha poblado de fantasmas. Convendría recordar en estos momentos las palabras del poeta Meleagro: “La única patria, extranjero, es el mundo en que vivimos; un único caos produjo a todos los mortales”.

 
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