Usted está aquí: domingo 24 de agosto de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

La virgen y el santo

El primer sol de la mañana arranca destellos cobrizos a calendarios aztecas, jarrones, máscaras, flechadores, macetas y otras artesanías en barro y madera que los comerciantes exhiben a unos metros del puente internacional. Un numeroso grupo de vendedores sale al paso de posibles clientes y les muestra bolsas de yute con inscripciones que despiertan el orgullo nacional: “Como México no hay dos”. “México lindo y querido”. “¡Que viva México, cabrones!”

Seguidas por una parvada de niños, las mujeres recorren la zona enseñando flores de papel, manteles deshilados, camisetas estampadas, golosinas, panes que se humedecen dentro de sus envolturas transparentes. Un anciano indígena acompañado de un niño extiende la mano en espera de una moneda. Dos hombres con sombrero de palma rascan sus guitarras que vagamente recuerdan La feria de las flores.

–¡Ya cámbienle! –murmura Eladio al pasar junto a los músicos. Les sonríe y sigue de largo hacia el restorán Las Catrinas. Sus dueñas le permiten guardar cada noche la caja con sus mercancías: imágenes en miniatura de la Virgen de Guadalupe y de San Judas Tadeo.

Hace veinte años, la mañana en que emprendió el viaje rumbo al norte, su abuela Josefina le regaló dos estampitas con esas presencias milagrosas y protectoras para que lo ayudaran a cruzar la frontera. Pese a los muchos intentos Eladio no realizó su anhelo. A los 42 años duda que pueda hacerlo; sin embargo, cuando ve a los merodeadores con pinta de emigrantes brotan sus sueños y él hace cálculos mentales: es flaco, tiene las piernas largas, con unas cuantas zancadas, algo de suerte, la protección de la Virgen y el santo podría treparse al muro y saltar al otro lado.

Entonces, si su abuela aún viviera, la llamaría de un teléfono, para decirle que al fin logró su meta. La conciencia de que doña Josefina murió hace años lo reintegra a la realidad, a sus 42 años, a las enfermedades que no se atiende, a su mujer estéril y silenciosa que lo ayuda a elaborar las figuras que han de ser el padre y la madre de los futuros emigrantes.

II

El recorrido de Eladio empieza por la mañana en el bordo y termina al anochecer en Bandera. Allí, bajo un toldo hecho con pedazos de distintos materiales, Alicia, rodeada de perros, les vende café, bolsas de plástico y botellas de agua a los hombres y las mujeres que esperan el momento de saltar la barda. Eladio aprovecha para acercarse a ofrecerles miniaturas de la Virgen de Guadalupe y de San Judas Tadeo.

A pesar de que refrenda los poderes de las imágenes, las ventas de Eladio son cada vez más bajas. Lo atribuye a dos cosas: menos personas se arriesgan a caer en manos de la patrulla fronteriza y a que la Santa Muerte está ganando adeptos. Hasta los niños que intentan deslizarse por los hoyos que socavó la lluvia ostentan escapularios o tatuajes con la Niña Blanca.

Si Eladio siguiera esa corriente obtendría mayores ganancias. Aun así no piensa ampliar su catálogo con imágenes de la Santa Muerte.

Se lo impiden el recuerdo de su abuela y cierto temor supersticioso a que el santo y la Guadalupana lo desamparen.

III

Sin clientes, Alicia y Eladio disponen de mucho tiempo para conversar. A ella le gusta contarle de su infancia en el barrio de Analco, allá en Puebla, donde sus padres y sus hermanos quemaban losa; de sus sinsabores como sirvienta, galopina, ayudante en una tortillería, vendedora en un puesto de jugos. Allí conoció a Rolando, se enamoró de él y, a espaldas de su familia, aceptó seguirlo a la frontera con el fin de pasarse al otro lado.

Eladio se siente incómodo cuando ella vuelve a contarle que su novio, después de hacerle la gracia, la abandonó con veinte pesos, la ropa que traía puesta y sin pagar el hotel. Ella tuvo que huir por una ventana y su fuga llegó hasta Bandera sin saber que en ese punto se refugiaban las personas que pretendían saltar a los Estados Unidos.

Alicia compendia el resto de su historia con una frase que deja muchos misterios sin resolver: “Lo que fue mi desgracia fue también mi salvación porque aquí empecé mi negocio.” Muchas veces pensó en irse también al otro lado pero se lo impidió la idea de que sin ella, los emigrantes no tendrían quien les vendiera un pan o un café antes de irse a otro país o a la muerte.

IV

A cambio de esas confesiones Eladio le cuenta que cuando él era niño su abuela Josefina, para mantenerlo, vendía dulces en una mesa, a las puertas de un kínder. Después, cuando ella empezó a padecer de ciática, él tuvo que abandonar el quinto de primaria para hacerse cargo del pequeño comercio.

Mientras llegaban los clientes, él veía a otros muchachos de su edad que, habilitados con esponjas y botellas de agua jabonosa, corrían entre los coches para limpiar los parabrisas a cambio de unas monedas.

La mañana en que empezaron las vacaciones y el kínder cerró sus puertas, Eladio le dijo a su abuela que iba a sumarse al grupo de limpiaparabrisas. Ganó el derecho de alternar con ellos a base de empujones y golpes, pero obtuvo ganancias. La buena racha duró hasta que otros jóvenes, niños y ancianos tomaron el Eje.

Eladio emigró a las talachas de la Doctores y la Obrera. Aprendió a meter el gato, desmontar llantas, ponerles parches a las cámaras, pulir rines, cargar baterías. Una vez el dueño del negocio le ordenó que moviera un coche. Imposible decirle que no sabía manejar y esa misma tarde, recordando los movimientos de los otros choferes, condujo por primera vez un automóvil y se adiestró como acomodador.

Con los años, a su abuela le aparecieron nuevos achaques y hubo necesidad de comprar más medicinas. La situación obligó a Eladio a buscarse una actividad más provechosa. Una mañana en que pasó frente a una taquería vio un aviso: “Se solicita pastorero.” De inmediato se puso el mandil y la gorra blancos.

Pronto logró manejar con destreza el cuchillo y acostumbrarse al calor de la hornilla, pero cada día le resultaba más difícil memorizar los pedidos: “Doce con todo, ocho sin piña, cuatro con doble cebolla, seis sin cilantro.” El único momento agradable era cuando llegaba el ayudante de un arquitecto y pedía seis tacos, uno por uno, para que no perdieran su frescura.

Esta manía hizo que Eladio simpatizara con el hombre y le tuviera la suficiente confianza para decirle que si sabía de algún trabajo, de lo que sea, se lo dijera. Al poco tiempo su cliente le dio la dirección de una obra en donde necesitaban albañiles.

Después de tres años de trabajar como pastorero, Eladio se despidió sin nostalgias de la taquería y se encaminó a la obra en donde iba a ser chalán. Su actividad era muy pesada pero al menos no tenía que aprenderse ningún pedido. Subir y bajar la rampas con los costales de cemento a la espalda lo hacían sentir como un acróbata y se le metió en la cabeza ofrecerse como animalero en algún circo: para eso contaba con la experiencia de haber cuidado los pericos y los canarios de su abuela.

Sólo de imaginarse a su nieto limpiando excremento “de animales ajenos” a doña Josefina le subió la presión. Eladio le prometió que buscaría otra cosa y se puso a recorrer las calles en busca de trabajo. Lo encontró en Tepito, en una reparadora de calzado. Después de siete días de estudiar hormas y materiales el negocio quebró.

Eladio reemprendió su peregrinaje hasta que fue a caer en una bodega de cartón. Subir las pacas a los camiones era fácil, ganaba un poco más que en la reparadora, sólo que el gerente era ofensivo y déspota. A los ocho meses, a punto de liarse a golpes con él, Eladio fue despedido sin gratificación alguna.

En vez de volver a su casa se dirigió a la gasolinera en donde tenía conocidos. Le dijeron que no se necesitaban despachadores y le recomendaron que fuera al mercado, en donde siempre hacían falta macheteros. Eladio fue bien recibido pero las propinas eran irregulares y escasas. Optó por presentarse allí sólo sábados y domingos, el resto de la semana iba a los comercios de la zona y pedía trabajo de lo que sea. Pronto se hizo conocido como El Milusos.

A pesar de su buena disposición en ninguna parte lo ocupaban. Agotado, seguro de que en México no tenía cabida, al fin lo aceptaron en unos baños públicos. En “Los Manantiales” tuvo que hacer de todo: desde vigilar las calderas y las lavadoras, hasta llevarles jugos a los bañistas y a las parejas. Así conoció a Beto, un trailero que cambió su vida: “¿Por qué no te vas al norte? Yo te llevo. Estando allá, como eres joven y abusado, chance y te pasas a los Estados Unidos”.

Su abuela recibió la noticia con profundo dolor, pero acabó por resignarse a la separación pensando que su nieto iba a tener el trabajo que aquí no había podido conseguir. La mañana en que se despidieron doña Josefina le entregó las dos imágenes protectoras. Ni la Virgen de Guadalupe ni San Judas lo ayudaron a pasar; sin embargo no lo han abandonado: vive con lo que obtiene por vender sus imágenes en miniatura.

 
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