Usted está aquí: martes 19 de agosto de 2008 Opinión Lagartos en Monterrey

Teresa del Conde

Lagartos en Monterrey

Se ha comentado aquí  el trabajo público de Francisco Toledo en Monterrey, auspiciado por el gobierno del estado e inaugurado con fasto el pasado 6 de agosto por el gobernador, José Natividad González Parás; María Teresa Franco, directora del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), y Luis David Ortiz, director de la agencia para el desarrollo urbano de Nuevo León, bajo cuya injerencia estuvo la confección –digámosle ingenieril– de la obra, la cual a lo largo de casi año y medio, con intervalos, fue trabajada y supervisada, ofreciendo intríngulis difíciles de explicar en este espacio. Motu proprio, Toledo aceptó la experticia del artesano Javier Sarazúa, apreciado no sólo por la confección de carros alegóricos, sino también por haber trabajado con el artífice Juan Torres. Sarazúa, conocedor de resistencia y maleabilidad de materiales, sugirió a Toledo la combinación de éstos para un trabajo que idealmente estaría efectuado en barro. De hecho, así sucedió. El barro manipulado sólo por el oaxaqueño dio origen a los diversos moldes que se concretaron en esta pieza en la llamada Plaza 400 años.

Es una fuente, que tiene características de isleta, ubicada en lo que se supone es el ojo de agua Santa Lucía, donde tuvo lugar el fundamento de la ciudad metropolitana novohispana a finales del siglo XVI. De allí parte un canal artificial, navegable, paralelo a lo que fue el río Santa Lucía, que a lo largo de algo más de dos kilómetros llega al Parque Fundidora. En sus flancos se desarrolla un paisaje urbano, que habrá de modificarse en vías de hacerlo más rentable desde el ángulo turístico y como lugar de esparcimiento. El agua, escasa en Monterrey, es protagonista. El canal, en cierto modo, se asemeja al estrecho río de la ciudad texana de San Antonio. Puede recorrerse en cómodas embarcaciones, tipo trajinera contemporánea, que transportan a los usuarios. Haciendo el recorrido se pueden ver murales en teselas de Guillermo Ceniceros y otros más, de mayor incidencia espacial, de Gerardo Cantú.

Hay un mirador en forma de valla desde donde se obtiene la mejor visión en picada de la pieza que, a simple vista, parece de cerámica, aunque corresponde a un material sintético inmune, hasta donde se sabe, a la acción del agua, la luz cenital, etcétera. Se supone que las modificaciones que sobrevendrán no alterarán su aspecto más que en sentido “natural”, correspondiendo a la pátina propia de las obras de intemperie. El rectángulo de bordes irregulares no emerge, sino que parece sumergido en un estanque de discretas dimensiones que deja estrecho márgen alrededor. El sitio se eligió debido a la carga simbólica que posee en esa explanada de no muy feliz diseño arquitectónico. El puente transitable, que da ingreso al Museo de Historia Mexicana, impide su apreciación a buen tiro visual.

La pieza ofrece varias posibilidades de apreciación: la que alude a su significado central es la que la hace similar a una isleta, con sus promotorios y declives, como si se tratara de formación arcaica por la que discurre un gran lagarto en sentido diagonal, junto con otros de menores dimensiones. En el aspecto plástico: son escamas y, a la vez, olas y ángulos las formas predominantes que la integran; a esto se suman los organismos que la habitan en sus cuatro costados: tortugas, jaibas, ranas, sapos, cangrejos, peces, es decir, el arsenal acuático de Francisco Toledo, admirado mediante grabados, cerámicas, pinturas, esculturas, etcétera, fue convocado para habitar ese sitio y para “alimentar” a los lagartos mayores. Parece que tal población habrá de aumentar con el tiempo, como si los organismos fueran capaces de reproducirse por sí solos. Hay ranas que paren y tortugas que desovan.

Se perciben rasgos semejantes a aquel jardín de barro crudo que efectuó en la Cineteca de Oaxaca, impresionante construcción de carácter efímero que fue fotografiada y captada en video. Desapareció con los aguaceros y eso fue lo que su creador buscó. Aquí sucede lo opuesto, pero algo de aquello persiste.

El coleccionista y promotor Mauricio Fernández es dueño de una “lagartera” de discretas dimensiones de la que no pocos veedores se enamoraron perdidamente. De allí surgió la idea, no de amplificarla –Toledo no lo hubiera consentido–, sino de realizar otra que tuviera carácter monumental y urbano.

Esta lagartera, de dimensiones considerables y de gran peso específico, no es un monumento, sino un mito. A resultas de su ubicación no es conspicua. Ese es mi punto de vista, que otros espectadores podrán con toda razón objetar.

 
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