Usted está aquí: martes 19 de agosto de 2008 Opinión Volcanes encendidos

Sergio Ramírez
http://www.sergioramirez.com

Volcanes encendidos

He estado en Guatemala para la Feria del Libro y los comentarios más generalizados entre amigos y conocidos van a dar al asunto de la inseguridad que sigue campeando sobre el país como un ave de presa de garras sucias. Todos los días ocurren asesinatos que suelen ser ajusticiamientos, asaltos a mano armada, o secuestros y, a pesar de que el gobierno del presidente Álvaro Colom tiene aún una vida muy corta, crecen los reproches de que no ha hecho lo suficiente para detener la mano de quienes matan desde las sombras, no pocos de los cuales, todo el mundo lo dice, pertenecen a las propias fuerzas de seguridad.

En esos mismos días fueron destituidos altos mandos militares, algo antes inusual en Guatemala, que un presidente pudiera ejercer su autoridad constitucional sobre el ejército, pero aún no parece ser suficiente para desinfectar las filas de quienes, estando obligados a velar por la seguridad de los ciudadanos, más bien conspiran contra ellos, como ocurrió con el sonado asesinato de los diputados salvadoreños al Parlamento Centroamericano, secuestrados y ejecutados por mandos policiales. El fiscal de la causa, para terrible remate, acaba también de ser asesinado.

Las mafias enquistadas dentro de la policía, los políticos corruptos que aprovechan su inmunidad para cobrar cuentas, el poder de decidir sobre la vida de los demás que no han perdido los narcotraficantes, los asesinos a sueldo que están disponibles a precios módicos, la evolución de las pandillas de los maras hacia verdaderas organizaciones criminales, todo eso no hace sino agudizar el clima de violencia que el país ha vivido a lo largo del último medio siglo, en el que los mejores fueron sacrificados, entre ellos Manuel Colom Argueta, tío del actual presidente, ametrallado por sicarios en 1979 en una de las calles de la capital, de la que había sido alcalde, sólo porque quería una Guatemala justa y democrática.

En los años 70, mi amigo el pintor Luis Díaz ganó la Bienal Centroamericana de Pintura con un cuadro espléndido que se llamaba Guatebala, una gran alegoría del país al que los carteles turísticos llaman de la eterna primavera, y que otros parodian como de la eterna balacera. Cuando el país buscó hacer un corte de cuentas con la violencia y se hizo un inventario de asesinatos, desaparecidos, cementerios clandestinos, aldeas arrasadas, el obispo Juan Gerardi, que habían encabezado la comisión que preparó el informe Guatemala: nunca más, también fue asesinado en represalia.

Hay en todo una mezcla de resabios de la vieja violencia política ejercida desde las sombras del poder, que buscaba eliminar adversarios bajo la doctrina de la seguridad nacional, mientras duró la insurgencia armada; de violencia criminal común, para la que el maltrecho sistema judicial no se da abasto; de violencia callejera, sobre todo la de las pandillas de los maras, que libran sus propias guerras a campo raso; y de la violencia que patrocina el narcotráfico, el peor de los males porque, además de matar, corrompe. Y las víctimas de primera línea vienen a ser las mujeres, asesinadas en las barriadas, y en los prostíbulos y cantinas, fenómeno que repite en colores aún más sombríos al de Ciudad Juárez.

Pero, de acuerdo con las estadísticas que he visto recientemente publicadas, el primer lugar en el ranking de la violencia en Centroamérica corresponde a El Salvador, campeón en hechos de sangre, seguido de cerca por la propia Guatemala y por Honduras, los tres contagiados por las pandillas de los maras, fenómeno éste del que hasta ahora se libra Nicaragua, donde no hay maras, pero sí redes de narcotraficantes que buscan aprovechar la privilegiada situación geográfica del país. Que las pandillas en Nicaragua no tengan semejante fuerza criminal, con parecidos índices de pobreza, marginación y desempleo, al de esos otros tres países vecinos, es para mí pregunta abierta.

De la violencia no se salva ni la Suiza centroamericana, Costa Rica, donde los índices de inseguridad ciudadana han venido deteriorándose al crecer el número de asaltos y robos a mano armada, y aun los delitos de sangre, sobre todo en lo que se refiere a los llamados “homicidios efectivos”, es decir, los atentados con armas que resultan letales. Quienes tienen los medios se amurallan en San José y elevan la altura de sus rejas, como en Guatemala, donde hay quienes viven ya dentro de verdaderas ciudadelas resguardadas por vigilantes armados y sistemas electrónicos.

¿Más homicidios en Costa Rica que en Nicaragua? Cualquiera diría que no. Pero un estudio reciente de la Fundación Arias señala: “la tasa de homicidios ha aumentado en la última década en 10 de 14 países de los cuales hay datos, pero en Nicaragua es excepcionalmente baja: por ejemplo, en 2003 sólo hubo 59 homicidios con armas de fuego, menos de la mitad de los que hubo en Costa Rica, la tercera parte de los registrados en Panamá y 12 veces menos que en El Salvador, líder en Centroamérica”.

Vuelvo entonces al caso de Nicaragua, en busca de explicaciones acerca de esta posición privilegiada e incongruente. La efectividad de la policía, en primer lugar, que sigue siendo un cuerpo alejado de la corrupción, pese a ser pobre de solemnidad, con malos salarios y escasos recursos, y que se ha amparado en su mística para no ser penetrada por los cárteles de la droga. Hasta ahora ha podido actuar con independencia profesional, pese a las presiones del gobierno para alinearla políticamente con el FSLN, y convertirla, otra vez, en brazo de un partido. Si esto llegara a suceder, la seguridad global del país sucumbiría, de eso no me cabe duda.

 
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