El perro del conquistador

Entre los métodos de sometimiento utilizados por los invasores españoles en América, pueden contarse las fauces de los perros de guerra que trajeron consigo. El capitán Alberto del Canto llegó con ellos a lo que hoy es Saltillo, Coahuila.

Eran parte de las hordas más temerarias. Exhibían sus colmillos amenazantes en fiera actitud esperando órdenes de ataque. Y en cuanto las recibían, eran verdaderos verdugos, aniquiladores sedientos de sangre que los conquistadores usaban para apaciguar a los prisioneros rebeldes. Como castigo ejemplar, los indios más desobedientes eran públicamente entregados como alimento a los bravos animales.

 Más generalmente, constituían parte de los sorpresivos ataques de los españoles sobre los campamentos indios. En esas ocasiones, por supuesto, los perros no distinguían entre indios aguerridos e indios dispuestos a rendirse. Tampoco diferenciaban entre hombres, mujeres o niños.

Fue precisamente en una de esas incursiones o “entradas”, cuando una india que no alcanzó a huir ni a ser vista se encontró de pronto sola frente a una de esas fieras.

Excitado aún por la reciente carnicería, el animal gruñía amenazante esperando cualquier movimiento de su futura presa. Ella se sentó despacio en la tierra y mirándolo fijamente comenzó a hablarle en su lengua:

 “Señor perro, perro, perrito, esta india lo quiere, no me coma señor perro”, repetía una y otra vez, mientras sus manos se acercaban despacio pero con firmeza a las fauces del animal, emulando de antemano una caricia, escondiendo el temor y dejando libre camino a la ternura. La noche caía. La tropa hispana se alejaba ya victoriosa con el resto de los perros. La mujer seguía hablándole al perro con tranquilidad. Según la leyenda su voz era dulce y cantarina, y debió serlo pues no tenía más armas contra el animal, que tras un rato dejó de gruñir y comenzó, poco a poco, a menear la cola con tímida satisfacción.

Así desapareció de los ejércitos invasores el primer perro español. Muy pronto, muchos perros más desaparecieron. Y reaparecían en las tribus indias.

Pasadas unas décadas de la fundación de Santiago de Saltillo, los indios seguían su nómada camino con nuevos integrantes en la familia: los perros del conquistador, a los que habían perdonado y adoptado, criándolos con esmero, propiciando la lealtad de los animales.

En poco tiempo la dura vida del desierto había creado nuevas generaciones. Los indios tenían ya sus propios perros. Más ágiles, resistentes, fuertes y feroces que los perros hispanos, que pronto aprendieron a temerles. Se habían convertido en defensores de los campamentos. Los indios los adiestraron para la caza y defendían a sus amos y a sus familias en medio de la guerra.

El perro se quedó junto al indio. Y fue su fiel compañero desde entonces.

Karla Garza

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