Usted está aquí: lunes 18 de agosto de 2008 Deportes A 12 años de la muerte de Martínez

TOROS

A 12 años de la muerte de Martínez

Lumbrera Chico

Manolo Martínez cumplió ayer 12 años de muerto. Tenía 50 de edad y padecía cirrosis aguda. No en vano, en sus tiempos de gloria, cuando toreaba cada tercer día, solía quejarse en estos términos: “Cien corridas al año son cien borracheras y cien crudas”. Estaba, por lo mismo, en la antesala del quirófano de un hospital de La Jolla, California, a punto de recibir un transplante de hígado, cuando le sobrevinieron tres infartos, uno detrás de otro, que se llevaron lo poco que de él quedaba.

Armando Rosales El Saltillense, el mejor fotógrafo taurino del mundo (título que pelea a menudo con Mayito), recordaba el otro día la última vez que Manolo se vistió de luces. Fue el domingo 4 de marzo de 1990 y lo hizo en la Monumental Plaza México, alternando con Jorge Gutiérrez, para despedirse, ahora sí, definitivamente de los ruedos, cosa que había intentado en mayo de 1982, en el mismo embudo, matando seis toros: tres de Mimihuapan y tres de San Martín.

Aquella engatusadora idea –la de abandonar la fiesta con 36 años recién cumplidos, millonario, famoso y en plenitud de facultades– no le duró tanto, pues volvió a las andadas en marzo de 1987, pero de ahí en adelante, aunque todavía logró triunfos de importancia, su condición física se fue a pique. Las 16 cornadas grandes que sufrió, y superó gracias al avance de la medicina taurina, aunque algunas de ellas eran mortales de necesidad; los fantasamas que siempre lo torturaron, al grado de que, en una época, tuvo a un sicólogo junto a él en el callejón de la plaza, y desde luego la ingesta abusiva de alcohol acabaron por arruinarlo. Si a lo anterior añadimos que su carácter avinagrado y su creciente impotencia exacerbaron su mala costumbre de vetar a cuanto torero y ganadería le hicieran sombra, veremos que el auténtico legado de Manolo Martínez a la fiesta brava es la decadencia extrema que ésta acusa desde su muerte hasta la fecha.

Pero, bueno, en 1990, después de su segunda y última despedida, hubo una reunión en la suite del Camino Real donde aquella tarde se había vestido. La farra se prolongó hasta que los últimos bebedores cayeron inconscientes sobre la alfombra. Cuando yo desperté, cuenta El Saltillense, “ya había amanecido; Manolo estaba en su cama, desabrochándose el pantalón, para sacarse de los calzones los tremendos fajos de billetes que había cobrado por su arte, y que se había escondido en la ropa para que no lo bolsearan sus invitados. A mí, estoy seguro, esa imagen tan triste nunca se me va a olvidar”.

 
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