Usted está aquí: jueves 7 de agosto de 2008 Opinión Varia

Olga Harmony

Varia

Uno. Antes que nada, un sentido adiós a dos hombres de teatro que dejaron esta vida con pocos días de diferencia. Aunque quizás es más conocido como poeta y promotor cultural, Alejandro Aura estuvo muy cercano a los escenarios en algunas de sus múltiples facetas. Como actor trabajó a las órdenes de varios directores en papeles y obras muy diversos –amén de las de su propia autoría– pero en el que más se le recuerda es en el de El tío Vania en la espléndida puesta en escena de Ludwik Margules. Como dramaturgo, intentó una revisión contemporánea del género musical mexicano con obras como Salón Calavera, dirigida y actuada por él. Como promotor cultural, estuvo al frente del departamento de Teatro y Danza de la UNAM y de lo que ahora es la Secretaría de Cultura, entonces Instituto, del Distrito Federal desde buscó un acercamiento popular al teatro a base de las lecturas dramatizadas de varias obras importantes, con actores profesionales y entrada gratuita a todo público. Acreedor a varios premios en sus diferentes actividades, el inquieto Alejandro no se dejó vencer por la enfermedad y desde España, en donde pasó sus últimos años con diferentes representaciones gubernamentales, fundó un blog desde donde daba a conocer sus nuevos poemas, este estupendo representante de las letras que nunca desdeñó la cultura popular.

Víctor Hugo Rascón Banda fue narrador pero sobre todo prolífico dramaturgo y algunas de sus obras tendrán que contar entre las más importantes del teatro mexicano, en el que siempre quiso reflejar todo aquello que le indignaba, sabedor de que los escenarios poco cambian a la sociedad, pero quizás muevan algo en la conciencia de los espectadores. No se contentó con ser testigo fiel de su tiempo sino que como persona, como un intelectual cuya fuerza estuvo en la razón y las palabras, al frente de la Sociedad General de Escritores de México luchó por muchas de las mejores causas culturales de nuestro entorno. Afortunadamente, pudo tener varios homenajes en vida, que el gremio y las autoridades –sobre todo de su natal Chihuahua, en donde un teatro y un premio de dramaturgia llevan su nombre– le otorgaron. El muy querido por todos Víctor Hugo, como Alejandro, se sobrepuso en lo posible a su muy larga enfermedad y logró ver coronada su vida con la entrada a la Academia Mexicana de la Lengua sitio que no ocupaba ningún autor teatral desde Héctor Azar.

Dos. Sin duda Édgar Chías es el dramaturgo joven más inquieto y prolífico, generoso impulsor de lecturas de textos de sus compañeros de generación y merece todo el respeto por ello. Pero en lo que concierne a sus obras, no todas me interesan en lo personal, a pesar de su éxito de público. Con los tres textos breves que componen Güera es la patria, la que lleva su nombre, Ladrillos en el desierto y Amor divino se adivina su malicia autoral, sobre todo en el giro que da la última. La dirección de Mahalat Sánchez no le otorga el peso preciso y las desaforadas actuaciones de Marco Norzagaray en contraste con la sobriedad de Carlos Balderrama en los diferentes papeles, llega a traicionar a sus personajes, como ese empresario convertido por el actor en un vulgar arrabalero. Los extraños desplazamientos del monaguillo cada vez que suena la campana, no son un buen ejemplo de trazo escénico y el cerdo, con su fea máscara de papier maché es inútil en el contexto y muy obvio como signo. Me hubiera gustado ver las tres obras cortas del autor de la excelente De insomnio y media noche en mejores condiciones.

Tres. Mario Iván Martínez continúa su trabajo de acercar a los niños al arte en su serie –de la que ya salieron los discos XV y XVI– Un rato para imaginar en la que cede sitio a sus colaboradores,el pianista Alberto Cruzprieto, la bailarina Frida Yosif y los niños músicos Ana Caridad y Miguel Ángel Villeda Cerón y Ricardo Haneine. A mi pesar de no ver a Mario Iván en obras para adultos se suma el de no oírlo cantar en sus espectáculos, pero el camino escogido por él es válido y fructífero.

 
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