Usted está aquí: martes 5 de agosto de 2008 Opinión Lenguaje de gatos y esfinges

Vilma Fuentes
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Lenguaje de gatos y esfinges

A diferencia de las otras cinco esfinges que se dignan verme pasar a través del jardín del edificio donde vivo, con un gesto suave del cuello hacia mi persona, a veces un movimiento de las orejas, un maullido cuando tengo la suerte de ser considerada como un ser casi animal, un gatito negro, con la punta de la cola blanca, me hace creer en mi invisibilidad: sus ojos parecen atravesar mi silueta como la de un fantasma y cruza casi sobre mis pies, rozándome las piernas. Su indiferencia es la de un fa-raón frente a un fellah apenas digno de expirar sin un suspiro por la construcción de las pirámides.

“Miaou”, escuché sorprendida al comprender que el maullido provenía de ese gato soberbio, salido de las páginas de Las flores del mal, baudeleriano como su dueño. Pero, ¿por qué de pronto me hablaba, se dirigía a mí? O, si leo poesía, no tengo el desparpajo para hacer el ridículo público de escribirla. Y ese gato, era evidente, emanaba un dejo poético que embriagaba de inmediato.

Durante varios días escuché su maullido, ordenador, casi enojado, al pasar por el jardín. Era obvio, ya no podía negarlo, que el gatito se dirigía a mí, que no se trataba de un azar la coincidencia entre su maúllo y mi paso.

¿Qué trataba de decirme que, en mi limitación, yo no comprendía?

El canijo gatito tal vez maúlla en francés. Con el verano dejo las ventanas abiertas, las cuales dan sobre la terraza del primer piso. El gato, ágil, aéreo, ha descubierto la rama de un árbol que le permite, único entre las demás esfinges, trepar hasta las ventanas que le dan acceso a nuestro departamento. Sus primeras visitas fueron nocturnas, semejantes a las de un fantasma. Sentía su presencia sin poder ver de quién se trataba. Pronto dejó de asustarme y lo reconocía. Una tarde maulló indicándome una ventana cerrada que le permitía observar los aristogatos del departamento abajo del nuestro. Otro maullido insistente, de jefe, me hizo comprender que deseaba beber: yo tenía un vaso de agua en la mano, yo, la esclava egipcia, y él, el faraón, tenía sed.

–Me pregunto si lo gatos maúllan con maullidos distintos entre ellos como nuestros idiomas según el país –dije en voz alta.

–La cuestión no es, quizá, saber qué lengua hablan, sino saber qué lengua entendemos. ¿Quién puede comprender, conocer la lengua de los gatos? –me dijo Jacques siguiendo también en voz alta el camino de mis ideas–. El maullido, que conoce tantas variantes, grave, agudo, alegre, qujumbroso, es un lenguaje rico. Acaso el más moderno de los lenguajes.

Sin duda, Joyce trató de restituir esta lengua en algunas de las páginas de su enorme obra Finningan’s wake. Le interesaban más los sonidos de las palabras que su sentido. Era de buena gana músico y cantor. Como su padre, cantaba sobre todo en los pubs de Dublín. El whisky irlandés acompaña y suscita las vocalizaciones.

–Cierto, el sonido de las palabras es tan importante como el sentido. Lingüistas y semiólogos los han dejado de lado en los años recientes. Si piensas en la ópera, la historia, el sentido de las palabras cantadas desaparece tras la fuerza de la música. En la Ópera de la Bastilla, con un gusto dudoso, en mi opinión, como en los cines, te ponen en letras brillantes la traducción de los diálogos.

–Hoy día, los niños leen los “libros” de dibujos, los “monitos”, donde unas burbujas encima de los personajes se limitan, si te fijas, a un lenguaje de maullidos, de borborigmos, de onomatopeyas, ruidos diversos. Lenguaje de gato, perro, tigre o elefante.

–¿Qué es, en el fondo, el lenguaje?

–Vasta cuestión. Y no es seguro que el lenguaje baste para explicar qué es el lenguaje.

El gato maúlla. Acaso en su maullido está la explicación del lenguaje. Pero ni Jacques ni yo sabemos aún comprender a la esfinge, instalada, por su sagrada voluntad, en nuestra casa, elegida sin siquiera consultarnos. Un movimiento de su cola indica que nos aceptó. Gesto de faraón o esfinge. De gato que exige ser servido.

 
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