Usted está aquí: viernes 1 de agosto de 2008 Política Por una ley nacional de la juventud

Jaime Martínez Veloz/ II

Por una ley nacional de la juventud

Pasada la noticia del momento y una vez que los dueños de los medios de comunicación y a quienes sirven han evaluado que el efecto en contra de la figura del jefe del Gobierno del Distrito Federal ha tenido los efectos necesarios por el caso del News Divine, los jóvenes han regresado donde siempre han estado: en el olvido de las preocupaciones oficiales y sus comunicadores predilectos. Por ello es la hora de retomar la iniciativa y perfilar una propuesta que incorpore a plenitud los derechos de los jóvenes como expresión de una política de Estado.

Uno de cada tres mexicanos tiene un rango de edad entre 12 y 29 años con el consecuente reto que implican la salud, la educación, la recreación, la cultura y la creación de oportunidades integrales para ellos. Históricamente, en la búsqueda de cristalizar el ideal de una nación democrática, justa y libertaria, siempre han estado y seguirán estando los jóvenes, porque son ellos la vanguardia de la sociedad y quienes con su idealismo, visión, pasión y entrega pueden empujar para transformarla.

Las luchas que han sostenido los jóvenes a lo largo y ancho del territorio nacional han constituido verdaderos parteaguas en la historia del país y de sus regiones. Así lo fue el movimiento estudiantil de 1968, cuya cuota de sangre y sufrimiento abonó el parto de la incipiente democracia y sacudió la conciencia nacional para decir que ahí estaban sus jóvenes, deseosos de participar y llenos de esperanza en un mejor mañana. Fue el conflicto estudiantil de 68 lo que desbordó los proyectos políticos partidarios de todo signo, cuyas estrategias fueron ampliamente rebasadas por la irrupción del movimiento de masas estudiantil. Este hecho obligó a los partidos a buscar una nueva relación con los jóvenes entendiéndolos como obligados protagonistas políticos del México del último tercio de siglo.

Destaca asimismo la lucha de los estudiantes de la Universidad Autónoma de Baja California, de la de Coahuila y de la UNAM ocurridas en esos años en contra del autoritarismo. Y así podríamos abundar en otros movimientos estudiantiles como el de Chapingo, el de los universitarios de Puebla, de Guerrero, de Oaxaca, de la Universidad de Guadalajara, y también en el de los jóvenes indígenas y el de los niños, niñas y adolescentes zapatistas que tomaron las armas ante la ceguera del Estado mexicano.

Todos éstos son ejemplos que, entre otros muchos, han surgido en las últimas décadas como expresión de la vitalidad de los jóvenes mexicanos que asumen su papel histórico de agentes de cambio, y cuya energía y sacrificio ha revitalizado a la sociedad y allanado el camino para las generaciones posteriores, con ánimos de ir profundizado las impostergables reformas democráticas que animen un pacto social cada vez más incluyente.

En el inicio de este nuevo milenio los jóvenes mexicanos se enfrentan a una falta de sentido de la vida, de identidad, de pertenencia y de falta de oportunidades. Les ha tocado presenciar el fin de una época y el surgimiento de un nuevo tiempo que pese a sus promesas políticas y económicas aún no acaba de definirse.

Porque las carencias de la juventud son múltiples, el marco normativo que se diseñe para atenderla debe dar respuesta integral a sus carencias y contener los puntos fundamentales de coincidencia de cualquier joven mexicano, independientemente de su ubicación en la nación y en la vida.

Millones de jóvenes mexicanos reciben el nuevo siglo en condiciones adversas: una educación pública limitada, excluyente, donde fracasan millares de individuos, debido a su pobreza, pasando a engrosar la estadística del desempleo, la drogadicción y la violencia con sus secuelas de prisioneros jóvenes. Pareciera que para muchos jóvenes la única política pública de Estado que se les aplica rigurosamente es la prisión.

Los jóvenes reclaman una actitud dispuesta de las instituciones, las fuerzas productivas y de la sociedad en su conjunto (donde al centro están sus propias familias) para no excluirlos de los derechos fundamentales, civiles y humanos. Desean espacios plurales de participación, una de cuyas alternativas puede ser la creación de un Parlamento Juvenil, en el que jóvenes de todo el país expresen sus ideales, sus aspiraciones, sus problemas y propongan formas para alcanzar unos y resolver otros. Reclaman también mayor participación y democracia dentro de las universidades e instituciones de educación superior. Una democracia que les permita participar en la elaboración de los planes y programas de estudios y en la elección de las autoridades que gobiernan en el interior de dichos centros educativos. El destino de las universidades mexicanas no puede seguir decidido por Juntas de Gobierno en las que un puñado de notables elige al rector y toma las decisiones de mayor trascendencia para la vida de miles o decenas de miles de estudiantes, profesores investigadores y trabajadores universitarios.

Todo lo anterior confirma la necesidad de una política de Estado, especialmente concebida para atender a la juventud, que tenga a los jóvenes como referentes permanentes en los objetivos y prioridades de la acción pública. Para ser efectiva, la política de atención institucional habrá de ser elaborada con la participación de los propios jóvenes.

 
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