Usted está aquí: sábado 26 de julio de 2008 Opinión Los dioses siguen vivos

Vilma Fuentes
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Los dioses siguen vivos

Una idea común y corriente pretende hacernos creer que los dioses y héroes de la mitología han dejado de existir, que han desaparecido arrastrados por el gran río de la Historia moderna. ¡Qué error! Como jamás debe afirmarse nada sin pruebas, voy a dar aquí la prueba de que la legendaria Circe sigue existiendo y ejerce hoy día sus poderes mágicos. Comencemos, pues, por un testimonio, y, tal como debe actuarse en un proceso antes de atestiguar, levanto la mano derecha y juro decir aquí la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad –en fin, como si existiesen recuerdos que no fueran falsos.

Hace unos días, al iniciar a pie la travesía del bulevar Saint-Germain, en París, preparada para cruzarlo como una buena ciudadana bien disciplinada, es decir, teniendo el cuidado de atravesar por el pasaje de peatones, durante el momento en que los semáforos les autorizan el paso, creí no correr ningún peligro. Del lado de los vehículos todo me pareció en orden. Avancé. Ignoraba que los peatones pueden volverse más temibles que los más pesados camiones de carga. Basta, para producir este fenómeno, con que los peatones se desplacen en grupo, en tropel, en manada me atrevería a decir, en fin, en esa escuadra amenazadora que se designa con la extraña palabra de “turistas”.

Lo propio de las manadas es que se desplazan en grupo compacto, sus miembros aglutinados unos contra otros, empujados por el temor de perder una u otra de las cabezas del ganado. Cuando se trata de borregos, un pastor alemán u otro perro adiestrado es suficiente para mantener las ovejas reunidas y hacerlas avanzar. En lo que concierne a los turistas, un guía, cubierto con una gorra, se encarga de este trabajo, auxiliado, cuando el rebaño es demasiado numeroso de modernos monitores –si en la antigüedad romana, el monitor era un esclavo que servía para recordar a su dueño los nombres de las personas encontradas durante sus paseos, hoy los monitores indican a sus protegidos los monumentos, estatuas, construcciones y otros lugares históricos donde deben posar la mirada y no en otra parte.

Durante el choque sufrido por la violencia del ataque, al verme en el suelo, tuve de súbito la revelación de que la divina Circe aún existía. ¿Quién más habría podido metamorfosear este grupo de turistas con apariencias humanas en una manada de puercos salvajes que se precipitaba uno tras otros para cruzar todos juntos el bulevar Saint-Germain en ese pasaje de peatones? Un tropel de jabalíes habría sido menos temible. Fui sencillamente aplastada, y ni siquiera estoy segura de que esos animales de apariencia humana se hayan percatado, ya no digo de lo que habían hecho, sino de mi presencia física bajo sus pies. Y como aún no existen seguros contra los accidentes entre peatones, ni se han decidido a poner placas con sus números sobre los turistas, tuve que asumir los gastos de mi pie inflamado. Además, me vi obligada a andar descalza en la calle. Otras veces me he quitado los zapatos durante largas caminatas en París, pero no bajo la lluvia ni con ampollas en el pie.

Así, ante la curiosidad de conocidos al verme descalza, les narraba mi triste aventura. Gran parte de los curiosos que me interrogaban comprendía de inmediato que la manada era turística y que la vaca, digna del Salón de la Agricultura, era una turista obesa. Pero no faltó quien tomase al pie de la letra mi relato y exclamara su asombro ante la existencia de ganado en las calles de París. Me pareció una pérdida de tiempo explicarle que Circe seguía en vida, y que Dios no ha muerto, a pesar de la interpretación equívoca de la célebre frase de Nietzsche, como aclara Jacques Bellefroid al señalar la diferencia entre: “Dios ha muerto” y “Dios es muerte”. Y la muerte, ¿no es eso que llamamos eternidad faltos de una palabra más exacta para designar ese lugar fuera del tiempo que nos es desconocido? Y que a veces vislumbra el solitario que viaja sin boleto de regreso.

 
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