Usted está aquí: domingo 20 de julio de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

La Arcadia

“Para qué me surto si nadie me compra?”

Rosa no espera obtener respuesta ni la necesita: está en los anaqueles. Allí sólo se ven paquetes de harina, algunas latas de atún y chiles, botes de avena y sal, envases de cloro, botellas de vinagre, aceite y un gato siempre dormido.

De los buenos tiempos le quedaron una Virgen del Perpetuo Socorro con marco dorado, un reloj de pared con el rostro de Juan Pablo II y un letrero: “No se fía. El que fiaba se fue a matar al que le debía”. La dueña de La Arcadia está pensando en quitarlo: ya no provoca risa y, lo que es peor, ya no tiene sentido porque nadie entra en su estanquillo, ni siquiera para llevarse fiadas las mercancías.

Las pocas personas que llegan a la tienda no van a comprar sino a pedirle a Rosa autorización para poner avisos junto a la puerta: “Se vende pastor alemán”. “Se aplican inyecciones en el 406 B. Timbre descompuesto. Toque en la portería”. “Se repara bejuco”.

De todas las personas del rumbo, Emelia es la que ha puesto más anuncios. Si aún estuvieran en donde los pegó, entre todos contarían las dificultades que la han obligado a deshacerse sucesivamente de la máquina de coser, el juego de sala, el modular y la computadora que adquirió en abonos para sus hijos.

El sábado pasado Emelia se presentó de nuevo en la miscelánea para poner en venta lo único que había podido conservar contra viento y marea: su televisor de pantalla plana. Si le aflige deshacerse del aparato no es por ella, que ni tiempo tiene de verlo, sino por Efraín y Marcos. Sus hijos van a echar de menos la tele ahora que están en plenas vacaciones; la añorarán más cuando se queden solos.

II

En los años recientes Emelia sólo ha conseguido trabajos eventuales y mal pagados. El dinero nunca le alcanza, ni siquiera porque los sábados cose ropa infantil a destajo y los domingos atiende a la clientela de la La trucha azul. Allí su única ganancia son las propinas que divide a partes iguales con Mónica, la otra mesera.

Cuando terminan de limpiar la ostionería, caminan juntas hasta el paradero y, mientras, se desahogan contándose sus problemas: abandono, soledad, agobio, falta de dinero, deudas, dificultades para encontrar un buen empleo. Si no fuera porque sostiene a su madre y a un hermano preso en el Reclusorio Norte, Mónica habría seguido los pasos de su amiga Edith:

“Hace tres años que se fue a Houston y ya se quedó a vivir allá. Se mantiene cuidando niños. Le pagan a siete dólares la hora: lo que ganamos tú y yo por trabajar todo el domingo”.

Emelia se imagina el peso tan grande que será para Mónica ver a su hermano en la cárcel, pero al menos no tiene hijos y no sufre lo que ella padece por Marcos y Efraín:

“Los adoro. No sabes cuánto me aflige no poder darles lo que me piden y, sobre todo, dejarlos solos tanto tiempo, expuestos a que alguien los encampane y me los vuelva drogadictos. El mayor, Efraín, es bien celoso y a cada rato me reclama que nunca esté en la casa. Le digo que no salgo por gusto, sino a trabajar. Me contesta que no vale la pena que lo haga, porque de todos modos jamás tengo un centavo. Es cierto, pero no es culpa mía, porque ni siquiera descanso. No sé qué más puedo hacer.”

III

A Mónica se le ocurrió una solución: que Emelia se vaya a Estados Unidos y busque un trabajo como el de su amiga Edith:

“Tienes hijos, te gustan los niños y sabes cuidarlos.”

Emelia rechazó esa alternativa. Si le duele estar relativamente lejos de Marcos y de Efraín cuando sale al trabajo, sería peor tortura vivir a tantos kilómetros de distancia. Mónica la devolvió a su realidad:

“Tú misma me has dicho que nunca te alcanza el tiempo para estar con tus hijos. Te sacrificas y eso no le sirve de nada ni a ellos ni a ti. Si te fueras a Houston podrías ahorrar algo y volver a México a montar un tallercito de costura o algo así.”

Emelia pensó en otros obstáculos: no tenía dinero para el boleto, para los gastos del viaje, pagarle al coyote y, sobre todo, para dejarles a sus hijos con qué sostenerse mientras ella pudiera mandarles algo desde allá”.

Mónica razonó con la objetividad que le permite ver el problema desde fuera:

“Efraín tiene l6 años y Marcos l5, ya están grandecitos. Pueden echarte la mano y trabajar hasta que tú te acomodes; aunque, ¡claro!, tus hijos tendrían que dejar la escuela.”

Si hay algo que Emelia no soporta es la simple idea de que Efraín y Marcos crezcan sin estudios. Está segura de que el día en que cuenten con un título nadie les cerrará las puertas, como a ella, ni abusará de su necesidad.

Aunque es soltera y no tiene hijos, Mónica comprende el interés de Emelia por darles educación a sus muchachos; pero debe entender que circunstancias ajenas podrían impedírselo:

“Si las cosas siguen como están, al rato, quieras o no, vas a tener que sacarlos de la escuela para que trabajen. También puede suceder otra cosa: que te salgan con que abandonan los estudios porque quieren irse al norte. Esa era la ilusión de mi hermano. Mi madre puso el grito en el cielo y le dijo que ni loca le permitiría irse. Julio no tuvo más remedio que obedecerla, pero ya no quiso seguir estudiando. Le gustó la vagancia, se hizo amigo de una pandillita que lo metió en cosas chuecas y ahora está en la cárcel.”

Emelia decidió esperar un poco más. Ahora, gracias a que Efraín y Marcos están de vacaciones, tendrá menos gastos; las propinas que recibe son regulares y serán mejores si es que su patrona, como le dijo, logra ampliar en septiembre La Trucha Azul. La noticia hizo reír a Mónica:

“¡Sueños guajiros! El otro día doña Emma le comentó al del gas que posiblemente cierre el negocio, porque cada día hay menos ventas. Por lo pronto ya estoy pensando en buscarme otra cosa. Te juro que si no fuera por mi hermano, me iba a Houston. Cuando me llama, Edith dice que me anime a hacer el viaje, ella me ayuda a pasar la frontera y conseguir chamba. Es una buena oportunidad, deberías aprovecharla. Si quieres, le pido a Edith que te haga el paro.”

Emelia volvió a rechazar la oferta. Temía lo que sus hijos pudieran pensar cuando les comentara sus planes de irse sola a Estados Unidos. Mónica se atrevió a darle un consejo:

“Las cosas nunca son como uno se las imagina. Mejor habla claramente con ellos. Estoy segura de que te apoyarán si les explicas que tienes que irte porque, como bien lo saben, aquí te estás matando para nada. Pero no dejes pasar mucho tiempo y dícelos hoy mismo”.

Durante el trayecto Emelia sintió miedo y angustia, le pidió a Dios que la iluminara en el momento de hablar con sus hijos. Cuando llegó a la casa no los encontró y tuvo que esperarlos hasta pasadas las 11 de la noche. Los reprendió por llegar tarde y Efraín dio una respuesta cruel y cínica:

“¡Mira quién lo dice! Ni los domingos te quedas con nosotros y llegas a la hora en que te da la gana.”

En vez de reprenderlo, Emelia pasó por alto la insolencia de su hijo. Tenía que hablar con él y con Marcos. De acuerdo con lo que ellos le dijeran decidiría si se quedaba o se iba a Estados Unidos. Ocurrió lo que menos pensaba: le dijeron, más o menos en los mismos términos que ella, como siempre: podía hacer lo que quisiera.

Llorando, Emelia se arrepintió de haber pensado en separarse de ellos:

“Siento que me volvería loca teniéndolos tan lejos, sin poder verlos.”

Marcos aprovechó el momento para ejercer una pequeña venganza:

“Pero si de todos modos nunca nos ves. Da lo mismo que vivas aquí o en otra parte”.

Emelia permaneció callada y mientras su hijo encendía el televisor pensó en vender el aparato. Con eso y con lo que le dieran por su cadena y su medalla de oro pagaría su viaje en autobús.

Al siguiente sábado fue a pedirle a Rosa autorización para poner a la entrada de La Arcadia el anuncio: “Se vende televisión de pantalla plana”. Mónica habló el lunes con Edith. Ella está en la mejor disposición de ayudarla para cruzar la frontera y conseguirle un trabajo como el suyo.

Emelia piensa que si todo resulta bien, mientras esté en Houston ganando siete dólares por hora y el afecto de niños ajenos, sus hijos estarán solos, amargándose con sentimientos de odio y de abandono.

 
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