Usted está aquí: miércoles 2 de julio de 2008 Opinión La pérdida del anonimato

Arnoldo Kraus

La pérdida del anonimato

¿Qué importa más: el placer que deviene mirar o el gusto por saber que lo observado corresponde a la obra de una persona? Otras palabras para expresar la misma idea: ¿se goza más una obra de arte, o un libro cuando se sabe quién es el autor, o el placer debería ser idéntico, aunque se desconozca el nombre y la procedencia de la obra? En el contexto del arte, desde hace muchos años el anonimato ha dejado de existir; lo mismo sucede en las ciencias, e incluso, en la filantropía. No obstante que para muchos el anonimato es una virtud, en la sociedad moderna ese atributo es imposible; toda acción tiene una finalidad y toda autoría busca reconocimiento. Una noticia reciente invita a reflexionar acerca de ese tópico.

Hace pocos días se aseguró, en Madrid, que la famosa obra de Goya, El coloso, corresponde a otro autor, quizás al pintor valenciano Asensio Julià, quien, a la postre, fue el único discípulo reconocido del inmortal Goya. Poco conozco de pintura por lo que no me adentraré en las discusiones que hoy sostienen los expertos en relación con la validez de esa afirmación. Basta decir que no todos los eruditos están de acuerdo con retirar al genio aragonés la autoría del cuadro, y que seguramente las discusiones requerirán tiempo y nuevas voces antes de concluir. Lo que debe ventilarse es el peso que tiene para la sociedad y para el arte la recusación de una autoría; lo que debe reflexionarse es el papel último del arte o de la ciencia y el legado que dejan independientemente del nombre del creador.

Al hablar de El coloso, ¿se modificará el aprecio que se tiene por la obra si el “verdadero” autor no es Goya?; ¿impactará de otra forma la figura del gigante?; ¿serán menos largas las filas –o quizás suceda lo contrario– para observar la pintura?; ¿se efectuarán nuevas autopsias críticas con los cuadros de Goya y renacerán nuevos Julià? Las preguntas previas me recuerdan una magnífica anécdota que cito de memoria y que bien retrata los afectos y prioridades de la sociedad cuando de anonimato se habla.

Tras anunciar el descubrimiento de la vacuna contra la poliomielitis, Jonas Salk fue objeto de muchas entrevistas. Uno de los periodistas le preguntó: “Dígame, doctor Salk, ¿cuándo patentará la vacuna?”; con presteza y grandeza el famoso científico respondió a vuelapluma: “Dígame, ¿usted cree que pueda patentarse el Sol?” No puedo dejar de comentar que la magnitud del descubrimiento de la vacuna que prevendría la poliomielitis (1955) equivaldría hoy al descubrimiento de la vacuna contra el síndrome de inmunodeficiencia adquirida.

El intríngulis generado en torno a la autoría de El coloso es interesante y comprensible. Finalmente, el oficio de los estudiosos es sembrar conocimiento y generar preguntas y dudas. El problema para la sociedad, o para los amantes del arte, aunque, por supuesto, se relaciona con la diatriba planteada por los expertos, tiene otras implicaciones que se vinculan con el peso y el poder que ejerce la mass media sobre el individuo y la libertad de éste para decidir qué es lo que genera su libido y qué es lo que alimenta su mirada, sin tener necesariamente que adherirse a cánones societarios. A pesar de que el anonimato es una inmensa virtud –o, más bien, quizás ésa sea la razón para su defenestración–, es evidente que es una acción casi anquilosada y que su ejercicio no tiene cabida en la sociedad contemporánea.

El coloso está donde siempre: colgado en la pared que lo alberga desde hace muchos años. Con los mismos colores, con la historia contada tal como la concibió el autor, pero rescrita incontables veces a partir de quien mira. Las tintas y las imágenes no han cambiado. Desde su recinto nos observa. De día y de noche. En invierno y en verano. Aunque no lo sabe –o quizás sí–, aguarda. Aguarda a que se abran las puertas del museo. Aguarda miradas, palabras, asombros, iras, miedos. Quienes lo han observado atesoran recuerdos, evocan sentimientos y, sobre todo, quedan impregnados por lo que bulle detrás de la mirada.

Para quienes ejercen el gozo de mirar, de leer o de conocer importa el nombre Goya, pero trascienden más, mucho más, las imágenes que despierta El coloso en el estómago y en el imaginario de la persona. El coloso, de Goya, de Julià, de todos, le pertenece al tiempo. Poco importan para el hedonismo y para el placer que surge del arte los nombres; los cuadros o las piezas literarias han sido pintados y escritos para nosotros y por nosotros. Son fragmentos del cuaderno que ojeamos y deshojamos día a día para darle otro sentido a la existencia. Son momentos del tiempo inatrapable que regresa cuando le recordamos. Que tengan o no autor sirve para quienes trazan la historia, no para quienes transitan por las calles de la vida.

 
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