Usted está aquí: domingo 29 de junio de 2008 Opinión Allende vive

Rolando Cordera

Allende vive

Allende aparece de nuevo ante nosotros como la gran síntesis de una convicción democrática a toda prueba –por encima de la traición y las veleidades de la lucha por el poder– y una fe inquebrantable en las capacidades transformadoras de su pueblo. De aquí la indisociable combinación de libertad, justicia y democracia que inspiró su socialismo y alienta hoy la búsqueda de “alamedas” más amplias para sortear las crisis globales y darle a la democracia horizontes mejores, que alejen a las sociedades latinoamericanas del presente continuo a que busca someterlas un neoliberalismo en retirada, pero todavía capaz de imponer diques mentales nefastos, pero eficaces para disminuir expectativas y resignaciones disfrazadas de modernidad de escaparate.

En el presidente chileno y su gran apuesta de transformación social y económica para la equidad y un desarrollo distinto, calificado por su vocación igualitaria, encontramos de nuevo un inventario de hipótesis rico en posibilidades de actualización. Hacerlo podría permitir el diseño de perspectivas que pusieran a la región, en realidad al mundo en su conjunto, en sintonía con las necesidades profundas, cuyo abordaje se revela vital para la propia supervivencia de la especie.

Rumbo al triángulo ominoso de la escasez universal que conforman el agotamiento progresivo del petróleo, el cambio climático global y el encarecimiento de lo básico –desde los alimentos hasta la salud o el empleo–, la sociedad internacional se debate entre el azoro ante la penuria y el bochorno que producen la inequidad y el abuso del lujo de una minoría, el desperdicio de recursos fundamentales y una migración que en gran medida tiene lugar no tanto para mejorar, como proponía Juan Ruiz de Alarcón, sino tan sólo para sobrevivir.

Las maravillas, promesas e ilusiones de la globalización que sus ideólogos han querido convertir en pensamiento único e inapelable, ceden hoy el lugar a la evidencia de carencias esenciales en las formas y mecanismos establecidos para asegurar la reproducción de las sociedades que en su interconexión intensa forman un mundo en indudable transformación, pero presa, al mismo tiempo, de un frenesí autodestructivo abrumador. Los paradigmas del globalismo, que fueron vistos hasta hace poco como el fin de la historia, hacen agua ante las expresiones continuas de enormes dislocaciones sociales y productivas no atendidas por los estados y más bien profundizadas por el dogmatismo del mercado que se apropió de mentalidades y reflejos hasta volverse una suerte de máscara de hierro para las elites que supuestamente gobiernan y pretenden conducir la marcha de los pueblos.

En medio de la desigualdad convertida en cultura y forma de vida de mayorías y minorías, el mensaje allendista resuena y conmueve; su eficacia retórica, que emocionó a tantos hasta la muerte heroica del presidente, debería ser llevada pronto a donde pertenece: un futuro de renovación del pensamiento transformador que no renuncia a la política ni concede el sacrificio de la democracia, pero que las pone a prueba siempre por la capacidad de ambas para acoger y resolver el reclamo popular de justicia e igualdad.

Cruzado por una escasez de proporciones globales, que para algunos “llegó para quedarse” y para otros durará, como mensaje bíblico, siete años de vacas flacas, el mundo se acerca a momentos de decisiones axiales. Así lo indican los estudios y las emergencias de todo tipo que documentan los organismos internacionales, del Banco Mundial a la FAO o la CEPAL, y así lo vive con intensidad y crueldad la multitud inagotable de las nuevas olas de migración que las viejas astucias europeas no podrán detener y que la “tierra de los libres” (Estados Unidos) no parará con sus muros electrónicos y sus vigilantes asesinos. En este cruce de senderos a cual más de peligrosos, la figura de Allende crece y vive. En Chile y aquí a pesar de nuestras engañosas amnesias.

 
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