Usted está aquí: viernes 27 de junio de 2008 Opinión El PRI y el síndrome de Irak

Jorge Camil

El PRI y el síndrome de Irak

Ahora, cuando más lo necesitamos, cada vez más ciudadanos se preguntan: ¿dónde está el partido que fundó el México moderno? ¿Y dónde están los presidentes que sabían ordenar, gobernar y seducir a los mexicanos: los prestidigitadores que convertían lo negro en blanco y presumían de “engañarnos con la verdad”; los que nos entretenían con desfiles, inauguraciones e informes presidenciales (pan y circo), pero todo dentro de un clima de absoluta paz social? Extrañamos a los secretarios de Estado con oficio político y figura de presidentes; los creadores de la genial, e increíblemente eficiente, “dictadura perfecta”. ¿Los cambiamos acaso por los espejitos de colores de una transición democrática que no se ha dado, y que quizá nunca se dé? ¿Los cambiamos (insensatos de nosotros) por un partido que no sabe gobernar, y que en su segunda oportunidad en la caja de bateo continúa como en piñata, dando palos de ciego?

Después de la debacle foxista millones de ciudadanos desilusionados pretendieron cambiar al PAN y al antiguo partido oficial por uno que tal vez ganó, pero que después de las oscuras elecciones de 2006 se desplomó víctima de la ambición, incapaz de asimilar la derrota. Así que finalmente, para regocijo de George W. Bush y su colección de “democracias perfectas” (entre las que incluyo la de Irak, después de sus elecciones a punta de pistola), quedamos como los estadunidenses: con dos partidos políticos que lucen colores diferentes (uno es tricolor, el otro blanquiazul), pero que profesan una misma ideología: ¡ambos son globalizadores por la gracia de Dios! Y ambos, en la mejor tradición de Washington, se cruzan al otro lado de la cancha para legislar en concierto.

¡Dichosos de nosotros!, finalmente llegamos al Walhalla de la democracia “bipartidista”. El PAN, no obstante las recientes protestas de Felipe Calderón en Madrid, es hoy, y siempre ha sido, un partido de derechas con fuerte olor a confesionario. Pero el PRI, el partido que surgió de la Revolución Mexicana, y que por medio siglo fue un instituto progresista preocupado por sus grupos clientelares (los obreros, los campesinos, las clases populares) decidió, seducido por Carlos Salinas de Gortari, adoptar las “reglas del mercado” para formar parte del híbrido conocido como “Prián”. (Aunque hoy Salinas pretenda deslindarse de la globalización y su obra cumbre, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, esté a punto de ser denunciado por Barack Obama para devolverle a Estados Unidos los empleos que el outsourcing esparció por doquier para desgracia de los obreros estadunidenses: ¡así de ingrata es la globalización!)

Con el derrumbe del PRI se desplomaron todos nuestros puntos de referencia: la dignidad presidencial, las formas, la sede del poder político y el respeto a las instituciones. Más importante aún, se derrumbó la tranquilidad que proporcionaba un Estado benefactor que aseguraba, entre otros beneficios, la paz social. Se guardaban las distancias con el gobierno de Washington, y éste nos respetaba, porque éramos un faro de luz en las siempre borrascosas relaciones internacionales del continente latinoamericano. Ya lo advirtió hace años Carlos Fuentes, cuando comenzó la democratización de América Latina: si los gobiernos surgidos de las urnas no producían rápidamente oportunidades y paz social –sentenció–, los pueblos del continente comenzarían a evocar los regímenes anteriores. Y en México, al menos, la desaparición del PRI nos hundió en el síndrome de Irak, donde la caída del partido Baaz, de ideología laica, nacionalista y revolucionaria (como el PRI), destruyó el sistema político y lanzó al país por el despeñadero de la guerra civil.

¿Alguien duda que las izquierdas y derechas mexicanas estén con el dedo en el gatillo? La apertura del sistema político mexicano tuvo el mismo efecto que la invasión de Irak: los políticos comenzaron a pelear desaforadamente para posicionarse en el nuevo orden, y dejaron de lado la seguridad y la paz social. Hoy vivimos las consecuencias. Por lo pronto, la guerra contra el crimen organizado ha cobrado en menos de dos años el mismo número de muertos que la guerra de Irak.

Y en su reciente viaje a España Felipe Calderón reconoció que el crimen organizado está retando al Estado, “oponiendo su propia fuerza a la fuerza del Estado, su propia ley a la ley del Estado”, e inclusive su recaudación a la recaudación oficial. Reconoció, además, que el Estado lucha “para evitar una pérdida de dominio territorial” como la que sufrió Colombia. (En la introducción de la entrevista con Calderón El País advierte que el número de muertos, 4 mil en total, “provocaría un cataclismo en cualquier democracia europea”.)

Sé que algunos me reclamarán ofendidos: “¿y la ausencia de democracia en 71 años, y la guerra sucia, y la presidencia absolutista?” A lo que yo contestaría sin problemas: “¿esto es democracia?” Vaya usted a venderle nuestra flamante democracia a los miles ultrajados por secuestradores de la nueva ola, o a los atrapados entre el fuego de narcos y miembros del Ejército. ¡Buena suerte!

 
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