Usted está aquí: jueves 26 de junio de 2008 Opinión News Divine

Adolfo Sánchez Rebolledo

News Divine

La fotografía ilustra los términos de la tragedia: un grupo de policías apelotonados ante la puerta impide la salida a los cientos de jóvenes que buscan escapar de la discoteca News Divine. ¿Qué pretenden los uniformados? ¿Cuál es el sentido de un operativo que busca detener in situ y en masa a los adolescentes asistentes a la “tardeada” mediante un expediente abusivo, represor en el peor sentido de la palabra? Mientras en el interior del salón se exige la suspensión de la fiesta, abajo se prepara la redada de jóvenes que deberían ser llevados como “pruebas” vivas de la ilegal expedición de bebidas alcohólicas (o drogas) en el local: de ahí el celo en bloquear la salida, de por sí estrecha e inapropiada, como suelen ser las de casi todas esas ratoneras creadas para la diversión juvenil.

Por lo visto, la autoridad preventiva es incapaz de actuar de otra manera que no sea el ejercicio seudo ejemplarizante de la fuerza. El número, la exhibición del poder sustituye a la inteligencia donde su presencia disuasiva se hace necesaria. Y a la torpeza o las carencias manifiestas de los policías, al descontrol, a la impericia para ajustarse a lo inesperado, se suma como maldición la mentalidad del corrupto que ve en el débil o el vencido la oportunidad de sacar ventajas. Las historias de abusos relatadas por varios jóvenes capturados son las de siempre: vejaciones, robos, indiferencia hacia quien, por estar en sus manos, es ya un delincuente consumado sujeto a malos tratos.

Da pena decirlo, pero esa conducta es común en las policías mexicanas de hoy, no importa si es la de un pequeño municipio o la de una capital, si es federal o estatal. Tantos años de abandono institucional, de complacencia e impunidad la acercan más, éticamente hablando, al mundo delicuencial que a la ciudadanía que en teoría deben proteger. No es casualidad que la gente común se sienta amenazada ante la que debía ser su protectora más eficaz; en cambio, la contracultura del crimen organizado florece en amplios territorios de la sociedad, haciendo inocua la prédica de los valores que las elites sostienen y defienden para ellas, sin atender ni por equivocación otras posible causas de la generalización del delito, como el narcomenudeo.

Campañas van y vienen para mejor capacitar a los cuerpos de seguridad: cursos, cambios de mandos, especialización, nuevas estrategias, equipos más sofisticados, ínfimas mejorías salariales, pero algo siempre falla en la formación profesional: la moral agujereada del servidor sin conciencia cívica, que la propia sociedad ubica en uno de los últimos peldaños reconocibles de la escala de confianza.

Las autoridades, comenzando por el jefe de Gobierno y el procurador del Distrito Federal, han dado la cara asumiendo la gravedad de la situación. Seguramente caerán cabezas y es justo que así sea, pues nada sería más decepcionante que la impunidad. Sin embargo, ojalá la respuesta oficial sea la consecuencia de la investigación a fondo de los hechos y no el simple reflejo político de los gobernantes o la concesión obligada a ciertas voces interesadas. Marcelo Ebrard sabe que no puede ceder un milímetro hasta clarificar por completo lo ocurrido, pues, como era previsible, ya se ha iniciado una interesada campaña que no tiene otro propósito que dañarlo políticamente a él y a la corriente que se manifiesta en la oposición al gobierno panista. Así que tendrá que actuar ahondado las averiguaciones y dando la pelea en el frente mediático, el preferido de sus adversarios. En las próximas horas, pues, veremos si el gobierno federal se contiene o si decide lanzarse a una aventura tan incierta como peligrosa. Para el gobierno de la capital sólo existe una ruta viable: esclarecer qué, cómo y por qué se produjo tamaño desenlace tras una operación “normal” sin mayores dificultades; demostrar que se puede y se debe actuar de otra forma ante la fatalidad. Atender el clamor de los familiares de las víctimas es apenas el comienzo.

Como sea, la tragedia muestra dos planos terribles de nuestra realidad: la inexistencia de una “seguridad pública” digna de ese nombre y la ausencia casi absoluta de una política hacia la juventud, o lo que es igual: la exclusión de los jóvenes de todo proyecto que no los considere como un peligro potencial para el resto de la sociedad. Es increíble que, a pesar de todos los avances en la convivencia social, arrinconados los viejos prejuicios de otras generaciones, los jóvenes (cuando se reúnen para ser ellos mismos) todavía sean materia de sospecha y, lo que es peor, víctimas propiciatorias de la intolerancia policiaca. Mal síntoma de una sociedad que exige cambios de fondo en todos los órdenes.

La tragedia debería provocar una reflexión sin tapujos acerca de la inermidad de la ciudadanía, acosada por tantos frentes al mismo tiempo. El terrible episodio de la discoteca tiene que verse en el cuadro general de la crisis de las fuerzas de seguridad pública, crisis que no por azar se expresa en la creciente intervención militar ante la impotencia de dichas instituciones, pero también en la ineficiencia para el cumplimiento de las tareas corrientes asignadas a los cuerpos de policía.

En otras latitudes se ha probado que con esos elementos se puede construir una dictadura, pero es imposible el despliegue de la sociedad democrática, de suyo heterogénea, plural, contradictoria, pero dispuesta a dirimir en paz y mediante la ley sus problemas.

La campaña emprendida contra Ebrard debe detenerse de inmediato para permitir que otros organismos, como la Comisión de los Derechos Humanos, realicen su trabajo. A todos no interesa que el asunto se aclare, sin chivos expiatorios pero sin concesiones.

 
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