Usted está aquí: miércoles 25 de junio de 2008 Opinión Los elementos de José Emilio Pacheco

Javier Aranda Luna

Los elementos de José Emilio Pacheco

Tiene razón de nuevo José Emilio Pacheco: en nuestros días importa más el circo que la cultura; “la más cínica y ultrajante exhibición de la ridiculez” que la poesía. Por eso las secciones culturales se han convertido en el sótano o el desván de los medios y los poetas han sido remplazados por entertainers con todo y flor en la solapa.

Pacheco, quién puede dudarlo, es el poeta joven más importante de México por la constante novedad que encontramos en sus versos. Aunque el próximo año cumplirá 70 y sus temas son desde hace medio siglo los mismos (la memoria y su reflejo que es el olvido, el mar, palpitar del mundo, el fracaso de cualquier tarea, el paso de las horas, el fin de todo y la eternidad del polvo –nada persiste contra el fluir del día–), cada verso, cada línea encierran entre sus imágenes y su arquitectura sonora una sorpresa que a veces se escucha como el rumor de la sangre, como el viento suave, o puede verse correr como el agua suelta.

La voz poética de Pacheco ha sido tan profunda que lo convirtió, desde sus primeros libros, en uno de nuestros clásicos: “Alta traición” incluido en No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964-1968) se convirtió desde hace cuatro décadas en uno de esos poemas condenados a ser repetidos incluso sin que se recuerde el nombre de su autor. Hace tiempo un carpintero me preguntó si conocía el poema ese de odio a la patria. Cuando le mostré el que conocía, lo copió en un cuaderno, sin apuntar, claro, al autor de los versos que había escuchado en la radio y no daba con ellos.

Quizá la novedad que no cesa en los versos de Pacheco se deba a su obsesión por el lenguaje: cada reimpresión de sus libros es, para él, motivo para “corregir” cada verso, cada estrofa, cada poema: un intento para revelar lo invisible, para tratar de llevar a cabo la tarea imposible.

Pacheco dice lo máximo con lo mínimo. Pone la mitad del poema para que el lector termine de construirlo con su lectura. La poesía es un lugar de encuentro con la experiencia ajena. El milagro que nos permite vernos en el espejo de otro. Por eso está seguro que no leemos a otros sino nos leemos en ellos.

Y si es así esto último, lo es de manera significativa en su caso: el epígrafe con el que abre su primer libro, Los elementos de la noche es de T.S. Eliot y uno de los libros en los que ha invertido más tiempo durante los años recientes, ha sido en la traducción de los Cuatro cuartetos de Eliot que, según Octavio Paz, es la mejor traducción que se haya hecho de esa obra a cualquier idioma.

La versión que conoció Paz y que según él era “perfecta”, la corrigió de nuevo José Emilio y la publicará con un prólogo que sin duda se habrá de convertir, por su investigación de minucia y su prosa de vértigo, en uno de los mejores estudios sobre ese poeta de habla inglesa y lenguaje universal.

Nuestro clásico contemporáneo no ha sido ajeno a la envidia, a esa hija bastarda de la admiración de poetastros y críticos tartamudos. El río de tinta seguirá corriendo, “hilito de agua al pie de la montaña”.

 
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