Usted está aquí: martes 24 de junio de 2008 Opinión París: música, ruido y silencio

Vilma Fuentes
http://www.vilmafuentes.com

París: música, ruido y silencio

Cada año, el día del solsticio de verano, el 21 de junio, se lleva a cabo en París un festejo llamado “fiesta de la música”. Digo “llamado” porque tal es su nombre, si bien falte saber si el nombre corresponde a la cosa. En la mente de los inventores del encuentro, en sus orígenes, quedaba fuera de duda que la celebración de la música era la única razón de esta iniciativa. Noble proyecto. Todos los aficionados tenían el derecho de salir durante una noche a la calle, cargados con su instrumento preferido: violín, armónica, flauta, acordeón, arpa o trompeta, para dar la prueba pública de su talento. Todo era gratuito, improvisado, fraternal. La República ofrecía la imagen de su divisa: libertad, igualdad, fraternidad.

El primer año fue un júbilo descubrir al azar de un paseo tal instrumentista desconocido, una pequeña formación de artistas, una soprano o un solista. La ciudad entera se convertía en una sala de conciertos. Los paseantes gozaban del regalo. Una sola cosa fue olvidada, pero nunca se puede prever todo: después de la Revolución de 1789 y la proclamación de los ideales republicanos, el descubrimiento de la electricidad tuvo lugar. La electricidad permite todo: lo mejor y lo peor. Entre el clavecín de Mozart, el piano de Chopin, la voz de Caruso o de Billie Holiday, y la música lanzada por bocinas reguladas a voluntad gracias a la manipulación de un simple botón, la energía eléctrica manifiesta su poder casi ilimitado. Un poder al que no podía escapar el dominio de la fiesta de la música. Así, durante ese sueño de una noche de verano, la electricidad triunfa bajo todas sus formas sonoras: amplificadores, micrófonos, bocinas gigantes, guitarras eléctricas, altavoces. Lo propio de un amplificador es amplificar. El ideal de un grupo es imponerse al grupo vecino. La rivalidad es un sentimiento vastamente compartido.

El resultado es un ruiderazo ensordecedor provocado por la rivalidad de los amplificadores que se desencadenan al extremo de que sería más justo llamar concurso de decibeles a lo que se nombra como “fiesta de la música”.

En realidad: una agresión contra la música, un bombardeo. En suma, una idea muy moderna de la fiesta, muy actual: un estrépito agravado por una agresión. ¿No fue un joven piloto de un bombardero quien, sin duda con los auriculares colocados en sus oídos y elevados al volumen máximo mientras lanzaba sus bombas sobre Bagdad, no temió afirmar que la lluvia de bombas era un espectáculo “bello como un fuego artificial”? ¿Qué imagen puede formar en el cerebro de este hombre la palabra fiesta?

Acaso sería ya tiempo de proponer una fiesta del silencio. Sería un primer paso si se pretende rechazar la idea de reducir la música a la celebración del ruido, incluso en nombre de una igualdad que puede hacer creer a muchos que todos estamos igualmente dotados para la música.

El mismo día, plaza Saint-Sulpice, el Mercado de la Poesía era abierto. Editores de poesía exponen, al aire libre, sus publicaciones. Como el destino ha decidido que los editores de poesía sean pequeños, este mercado no se parece al Salón del Libro. Una sorpresa me esperaba. Yo seguía aún imaginando que la poesía era en buena parte un terreno reservado a los jóvenes. Este prejuicio, que quizás me viene del rostro eternamente adolescente de Arthur Rimbaud o del retrato imaginario de Lautréamont, me fue desmentido por las personas que circulaban en el Mercado de la Poesía: casi todas pertenecían a la categoría que se llama por pudor la “tercera edad”, para no decir los viejos. Las palabras sirven tanto para mostrar como para esconder. Pero, las palabras, ¿quiénes las escuchan aún? Es la cuestión que se plantea cuando se tienen los oídos abrumados por el estrépito de los amplificadores. El retorno hacia la poesía de estas personas de edad, ¿podría ser el signo de la nostalgia de un tiempo donde la palabra tenía más sentido que el ruido?

 
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