Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de junio de 2008 Num: 694

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Entre la carretera y la beatitud
ALEJANDRO MICHELENA

Jesús
DIMITRIS DOÚKARIS

Entre colillas y restos de comida
ARACELY R. BERNY

Contra el olvido injusto
CHRISTIAN BARRAGÁN
Entrevista con RAFAEL VARGAS

Fragmentos de Bahía 1860 (esbozos de viaje)
MAXIMILIANO DE HABSBURGO

¿César Vallejo ha muerto?
RODOLFO ALONSO

Sentándome a comer con la pereza
MIGUEL SANTOS

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Ana García Bergua

Vecindario en reparación

La plaza de Coyoacán parece un escenario de guerra, la verdad, con todo el adoquín levantado, las bardas de alambre que la rodean, caminitos de tierra para cruzar a la delegación, ratas vueltas locas sin saber a dónde ir, y afuera los artesanos ocupando las banquetas con sus mantas de protesta. Confieso que frente al asunto de los artesanos (no se enojen, pero desde los ochenta les decíamos los artezánganos, eso sí, con mucho cariño, los asiduos a la Guadalupana y al Bar Dita, la bardita que está frente al Parnaso) siento emociones contradictorias: por un lado, me parece que los artesanos deben tener un lugar en Coyoacán para que la tradición no se pierda y porque además llevan aquí muchos años. Por el otro, como vecina, me interesa mucho que se renueven las tuberías del centro de Coyoacán para que las calles no se inunden, como suele suceder, y para que el agua no se escape al subsuelo sin haber pasado ni tantito por nuestros sedientos hogares. También me parece que ha sido exagerado el comercio ambulante en la plaza, que literalmente se han terminado el espacio y que muchos visitantes, con todo respeto, luego no son muy civilizados que digamos. Llegan, pasean, se comen cuanta cosa comestible hay en Coyoacán –que hay muchas– y se van. Y entonces nos quedamos nosotros.

Quien haya cruzado la plaza de Coyoacán un lunes a las seis de la mañana, cuando todavía no llegan los barrenderos, sabrá de qué hablo: es como levantarse a la mañana siguiente de la fiesta de Año Nuevo, pero a lo bestia. Las dádivas que deja la multitud, entre vasitos de helado, elotes mordidos, papelitos y papelotes, forman un espectáculo como de Blade Runner, sólo que sin glamour. No critico aquí la proverbial inclinación que tenemos los mexicanos por desfilar pacientemente junto a los trapitos con dijes de vidrio, aguacates o relojes made in China –yo misma me distraigo fácilmente si me ponen al lado cualquier tenderete y por mirar qué están vendiendo soy capaz de olvidar mi nombre, dirección y código postal–; sin embargo, bueno sería que todos los mexicanos, en todas las plazas, al desfilar frente a trapitos de diversa índole, nos fijáramos en que no se nos cayera el pedazo de mango, la jícama, el chicle o la bolsa de papas con jugo de limón y chile en el asfalto, que por lo regular está roto: ¿han visto que los huecos del asfalto siempre están casi diría que cuidadosamente rellenos de bolsitas de papas, vasitos de helado y algunas cosas irreconocibles? Quizá el remedio para el afán de tirar basura en esta ciudad sería la falta de huecos. O que al aplaudirle al mimo no se nos escurriera de las manos el refresco. O no dejar el esquite olvidado para siempre en la jardinera mientras nos hacen el piercing en las orejas. Estoy segura de que todos seríamos más felices.

Pero bueno. Los comerciantes están muy enojados porque ya no hay multitudes que a su paso derramen sus centavos, y tendrán razón, pero habrán de esperar a que las obras terminen. Y los artesanos necesitarán un buen lugar donde armar de nuevo el desmadre de chácharas, mimos, limpias y etcétera (por cierto, ¿se acuerda alguien de ese tipo que decía “te leo la mano, te digo la verdad”?, ¿habrá quién lo extrañe?), que es también un modo de diversión muy bueno para los chavos que no tienen para ir de antro en antro y ni les gusta. Y también, como decía, hay una fauna furibunda que se ha repartido por toda la colonia: desde las ratas de que hablaba al principio, sorprendidas de que el helado haya dejado de manar directamente desde el cielo a sus bocas –estoy segura de que las ratas alimentadas con helado de la Siberia desde hace tantos años han evolucionado a una nueva especie que cree en un dios dispensador de nieve de limón– hasta esas palomas que ahora se aposentan un poco amenazantes en las cornisas y en los cables eléctricos igual que en la película de Hitchcock, y que cuando pasas te recuerdan que están ahí manchándote la ropa o el peinado. Con todos me solidarizo. Con los que no me solidarizo en lo absoluto, es con quienes creen que un barrio se puede parcelar, tomar un trozo de su espacio para ofrendárselo a los automóviles. A fin de cuentas, ¿por qué venir en coche a tomar helado? ¿A cuento de qué desfilar en coche el fin de semana por el centro de Coyoacán, como princesas del virreinato, todo para acabar estacionándose lejísimos y caminar bajo la lluvia, entre los charcos donde flotan basuritas?