Usted está aquí: domingo 22 de junio de 2008 Política La Iglesia y el orden público

Arnaldo Córdova

La Iglesia y el orden público

Más le valdría a la jerarquía católica de México admitir un hecho que es real y no invención de ninguno de sus malquerientes (los que muchas veces ella misma se inventa): su iglesia ya no agrupa a la totalidad de los mexicanos, si es que alguna vez lo hizo de verdad (el sincretismo indígena después de la Conquista o los numerosos herejes, reales o supuestos, a todo lo largo de nuestra historia son excepciones poderosísimas). Hoy, la realidad es que su feligresía ya no aumenta, sino que disminuye continuamente. Por ese sólo hecho ya no está en condiciones de seguir hablando a nombre de todos los mexicanos creyentes.

Ni para qué pedirle que piense nuestra historia con sentido autocrítico y admita los muchos males que ha ocasionado al país. Además, eso no interesa a nadie. Sus pretensiones de obtener una mayor “libertad religiosa” es algo que nunca plantea con toda claridad. De hecho, es una coartada para exigir algo que ni la Constitución ni las leyes le pueden dar, a menos de abolir el estado de derecho en México. Si su demanda fuera más libertad religiosa para sus fieles, se comprendería. Sólo que tendría que demostrar en qué carecen de libertad religiosa. Pero la verdad es que de sus fieles es de lo último que se acuerda cuando hace tales exigencias.

En un ensayo que mi amigo Luis Molina Piñeiro me pidió para un evento que organizó en la Facultad de Derecho en 1991 (en vísperas de las reformas salinistas), expuse que había sido un grave error del Constituyente de 1917 haber instituido las relaciones del Estado con las iglesias, sin reconocer a éstas personalidad jurídica (no las definía como personas morales). La reforma del 28 de enero de 1992 enmendó ese error y, además, otro: les concedió a los ministros de los cultos el derecho de voto en las elecciones. Pero les prohibió pronunciarse en los procesos electorales a favor de un candidato o de un partido. Acorde con el Código Canónico, tampoco les dio el derecho de ser candidatos a puestos populares.

Ya he señalado que las asociaciones civiles, entre las que se cuentan las iglesias, pueden pedir autonomía para realizar sus fines (legalmente reconocidos y fundados), pero no libertad, concepto que es ajeno a las organizaciones sociales de todo tipo. La ley define el fin de cada asociación y la dota de facultades para cumplirlo. La libertad es una prerrogativa de los individuos, no de las asociaciones. El asunto se saldaría sin problemas si la jerarquía católica explicara qué falta en su radio específico de autonomía y ya el Poder Legislativo decidiría si hay lugar a eso.

Toda persona moral o asociación civil tiene que estar inscrita en los registros de las autoridades nacionales. Con la reforma de 1992 eso se substanció. Las iglesias son definidas por el 130 como “asociaciones religiosas”. Con eso solo, determina ya cuál es su fin (religioso). Como persona moral, así como sucede con las personas físicas, deben registrarse ante la autoridad, asentar su nombre, su domicilio y, por supuesto, el objeto de su constitución. El inciso b del 130 establece su autonomía, de un modo bastante rústico: “las autoridades no intervendrán en la vida interna de las asociaciones religiosas”. Eso quiere decir que ellas se darán sus reglas de organización, de convivencia interna y todos los medios que permitan el legal desempeño de la función para la cual se supone que existen.

Si así están las cosas, ¿qué busca la jerarquía católica al demandar mayor libertad religiosa? ¿Cómo hacerle entender que ella no goza de libertad, sino sólo de autonomía, porque es una asociación, una persona moral, colectiva, y no un individuo físico? Si uno analiza con toda meticulosidad todos los artículos del Código Canónico (cánones), se sorprenderá de encontrar un deliberado propósito de apartar a la Iglesia de la política y de los asuntos mundanos. Prohíbe que los curas se inmiscuyan en la política o se comprometan con causas profanas. Prohíbe de manera expresa que sus ministros se involucren en discusiones políticas o partidarias y que se pronuncien sobre temas de la vida social. Su divisa es: “Al César, lo que es del César; a Dios, lo que es de Dios”.

Lo que sí admite y promueve es que, a través de su pastoral evangelizadora, la Iglesia se comprometa con el bienestar y los sufrimientos del pueblo de Dios, de los cristianos que se enrolan en sus filas, ejercer la caridad y la piedad y todo lo que a los ojos de Dios haga dignos de su ministerio a sus representantes en la Tierra. Pero nuestros jerarcas nativos desean otra cosa y en ello, por desgracia, no son capaces de ser claros, salvo en algunas inanes sugerencias que, al final, resultan violatorias de la ley y de la Constitución.

Exigen que se les permita opinar sobre todos los problemas nacionales. Eso la Constitución no lo prohíbe, por lo tanto, pueden hacerlo sin ningún problema. La Carta Magna, en cambio, no les permite pronunciarse sobre partidos o candidatos en las contiendas electorales. Ellos arguyen que no tienen libertad y nunca han entendido que el Constituyente, desde 1917, los consideró como agentes con un ascendiente particular entre la población mayoritariamente católica y que, por eso, podían introducir un elemento de inequidad en nuestro sistema jurídico que no podría permitirse. No lo entienden. En su editorial del domingo pasado, Desde la Fe se pronunció en contra de la política agraria. ¡Muy bien hecho! Pero eso es todo.

La Constitución y el mismísimo Código Canónico están en contra de sus pretensiones absurdas e inadmisibles. Por eso sorprende que el papa Ratzinger esté apoyando tan vivamente a los jerarcas mexicanos, por lo demás, sin tener idea de lo que es nuestro país ni, mucho menos, de la historia de su laicidad. Que se pronuncien contra el aborto es de esperarse y tienen derecho a expresarlo. Ninguna ley se los impide. Que, además, pretendan movilizar a sus fieles en apoyo de sus opiniones sería, de nuevo, tomar ventajas inadmisibles contra otros miembros y grupos de la sociedad. Quieren educación religiosa en las escuelas públicas. Eso no es posible, porque a esas escuelas también van los hijos de otros fieles. ¿Es que no les bastan sus propias instalaciones o es que quieren a sus curas en las escuelas? ¿Qué es lo que quieren con su fementida “libertad religiosa”, que ni ellos mismos son capaces de ilustrar ni de explicar?

 
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