Usted está aquí: sábado 14 de junio de 2008 Política Es ilegal ser ilegal

Matteo Dean

Es ilegal ser ilegal

Mucho se debate hoy en Europa acerca de la novedosa idea del gobierno de Italia de legislar para que la estancia ilegal en el territorio de la península no sólo sea una infracción de tipo administrativo –como lo es desde 2002–, sino que sea penalmente perseguible con cárcel. A pesar de las críticas de acreditados miembros de la comunidad internacional y nacional –la ONU, el Vaticano, parte del gobierno del Estado español, el Consejo Superior de la Magistratura italiano, Amnistía Internacional– que le han llovido como tormenta caribeña al equipo de gobierno italiano, éste sigue su camino: castigar penalmente a quienes se encuentren ilegalmente en el país. Es más, según los planes, cualquier delito será más grave si es cometido en estado de estancia ilegal, como si robar o matar a alguien fuera más grave si quien lo comete es una persona sin documentos.

Y sin embargo, esta propuesta que se quiere convertir en norma choca abiertamente con lo que ya es real, y que es la muerte, el sufrimiento y la precariedad del ser hoy migrante ilegal en Italia y en Europa. Las noticias de estas semanas acerca del tema migratorio cuentan de un mundo de lógicas perversas. Porque mientras en los palacios de gobierno se discute y se opina y se justifica y se defiende y se argumenta y no se entiende, en el estrecho pedazo de mar que separa el sur itálico –y Europa– de África se salvan del naufragio 27 migrantes, cuyo barco fue víctima de las tempestades mediterráneas. No tuvieron la suerte de un Ulises los otros, quién sabe cuántos, cuyos cuerpos se encuentran de vez en cuando, en los arenados de las playas asoleadas de Sicilia, o los que desaparecieron pero que sí estaban, según testimonios de los sobrevivientes. Regresarán, aseguran, a flotar algún día. Añadimos que ojalá comiencen a flotar en las conciencias de quienes hoy creen y aseguran que éstos son los nuevos criminales que hay que enfrentar con toda la fuerza de la ley –léase nuevas leyes restrictivas– y del Estado –léase policía y ejército–. ¿Pero son éstos los nuevos criminales? ¿En serio creen poder frenar la inmigración de aquellos que simplemente buscan una vida lo más parecido posible a lo que han imaginado para ellos mismos y para sus hijos?

Y en esta situación, otra imagen nos aparece ante los ojos. Es la de cientos de hombres, mujeres y niños encerrados en las cárceles de Libia –las que conocemos, porque quién sabe qué suceda en Túnez, Argelia, Marruecos, etcétera– a la espera de que la contratación entre las partes, de la cual sus cuerpos definen la moneda de intercambio, defina sus rastros. Si Italia paga, Libia o quien por ella intervenga los llevará a otro lado. Y si no se quedarán ahí, a marchitar otro tiempo, de todas formas otro barco saldrá pronto hacia Europa. Esa Europa a la cual apelamos quienes exigimos respeto a los derechos y una nueva ética. Esa Europa que sigue presumiendo el primado ético frente a su similar estadunidense cuando se habla de derechos humanos. Esa misma Europa que acaba de aprobar la llamada directiva de la vergüenza, aunque oficialmente se le conozca como la “directiva de retorno” (La Jornada, 18/5/08). Esa Europa que se construye en las reuniones secretas entre burócratas y superpolicías para definir las líneas represivas antimigrantes y que está avalando la detención administrativa –un oxímoron inocente, obviamente– de hasta 18 meses y la prohibición a regresar en Europa durante cinco años para los expulsados.

En este contexto, la legalidad comienza con perder su sentido original y se transforma de ser pacto social compartido en ser pacto entre pocos a costa de las mayorías. Por converso, la legitimidad cobra fuerza, esa misma legitimidad que obliga y empuja a miles cada día a emprender un viaje que más que ser tal es una apuesta hacia la vida. La legalidad a la que apelan gobiernos y comentaristas domesticados –en Italia, en Europa y no solamente ahí– se reafirma hoy como el enésimo instrumento de presión social y control de la crisis. Ser ilegal hoy ya no es una condición temporal y excepcional. Ilegal es el nuevo nombre del diverso, del distinto y, según estos profetas de la nueva moralidad, es el nuevo nombre del peligro y del inadaptado. Que no haya comida o que ésta cueste demasiado, que no haya trabajo o réditos dignos, poco importa. El peligro es otro y es el de convertirse en ilegales o bien ser invadidos por ellos.

Nosotros y ellos, legales e ilegales. Esta es la nueva frontera entre ser y no ser. O, más bien, entre ser ciudadanos y ser simples agentes del progreso ajeno. Porque si algo les queda claro a estos arquitectos de las sociedades de la exclusión es que sin migrantes la máquina capitalista posneoliberal no funciona. Podrá entrar en crisis el mercado de valores, podrá haber escasez de alimentos (?), podrá haber crisis de gobierno, pero la máquina productora capitalista no puede funcionar sin que haya quien aceite los engranajes de la misma. Y si la ilegalidad es el nuevo espacio de la exclusión y el nuevo instrumento de la opresión, pues quizás teníamos razón los que caminábamos y caminamos las calles de las ciudades europeas mil y más veces en protesta y que gritamos “nadie es ilegal” y “todos somos clandestinos”. Asumirse como tales, quizás sea hoy la nueva frontera de la resistencia al proyecto posneoliberal.

 
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