Usted está aquí: domingo 8 de junio de 2008 Opinión Preámbulos para Fidelio

Carlos Montemayor

Preámbulos para Fidelio

Ampliar la imagen El montaje más reciente de Fidelio se realizó en el Teatro Real de España en abril pasado, bajo la dirección del maestro italiano Claudio Abbado. La imagen, publicada por el diario español El Imparcial, corresponde a esa puesta en escena que representó la primera ocasión en que Abaddo dirigió la única ópera escrita por Ludwig van Beethoven El montaje más reciente de Fidelio se realizó en el Teatro Real de España en abril pasado, bajo la dirección del maestro italiano Claudio Abbado. La imagen, publicada por el diario español El Imparcial, corresponde a esa puesta en escena que representó la primera ocasión en que Abaddo dirigió la única ópera escrita por Ludwig van Beethoven

Acto Primero

Hay siempre un corazón al fondo de las cosas. En la conciencia se llama dignidad y memoria. En la noche, es la lluvia que acompaña con su voz todas las cosas o la luna que con su pálida luz llega al cuerpo del mundo. En el día, es la pasión que incendia a los seres, el sol que nos vivifica o calcina. Y en los cuerpos que se estrechan tan fuertemente como la piel a la carne, el aliento a la palabra o el beso a los labios, es el amor.

También es el amor el corazón que aguarda en la distancia de los que se buscan. El amor no cesa con la separación. Se enciende, se acrisola, fulgura como llamas en la noche, descubre las cosas como un amanecer, mantiene encendido el deseo aunque el vacío rodee el tacto de los seres que se esperan, que se convocan de un sitio a otro, de un día a otro, de un cuerpo a otro. Entonces, el corazón se llama esperanza. Y el amor crece así, como los que esperamos día con día retornar al mundo, a la vida. Es la esperanza.

En esta obra que presenciarán, una inmensa música atraviesa y roza las ramas del vasto caudal de la esperanza y el amor. Pero otros soles de medianoche laten aquí. Otros soles inasibles, innegables, irrenunciables: la justicia, la dignidad, la resistencia humana que requiere la vida limpia de todo ser.

Cuando se eleve el telón quizás se preguntarán: ¿pero aquí en la cárcel, en la sangre del crimen, en el silencio del castigo? ¿Una prisión puede ser invadida por la esperanza, por la dignidad, por el amor? Es porque también hay en la prisión una recóndita verdad, un misterio celosamente resguardado, una crueldad que propone explicaciones imperdonables.

No toda cárcel tiene sus secretos a flor de piel, en la misma superficie de barrotes visibles o virtuales. Hay también un corazón oculto en las prisiones. En esta obra lo llaman calabozo, mazmorra, infierno. Hay un punto remoto en las prisiones destinado a la pudrición de ciertos reos. Su crimen no siempre fue la injusticia, sino la justicia; no fue su postración moral, sino su dignidad. A esos criminales dignos los llama el carcelero Rocco “Staatsgefangener, presos del estado”. En este primer acto, el secreto de la obra es un preso de Estado. En el segundo acto veremos que es también un desaparecido político, al que se le ha borrado de las listas de prisioneros. En México les llaman a esas mazmorras apandos. Y a esos reclusos les llamamos presos políticos, desaparecidos forzados.

¿Cómo llegar, cómo descender a ese infierno? Igual que como han descendido a los infiernos grandes héroes y el redentor mismo del mundo: por el amor. Profundos misterios tiene el corazón que guarda el amor. Misterios humanos y sagrados. Ahora, en el siglo actual que quiere deparar a la mujer un sitio equitativo y justo en la vida social, veamos el universo humano que Beethoven destina a este paulatino encuentro con el silencio político de las prisiones, con la injusticia silente de funcionarios brutales. Veamos la fuerza del amor de una esposa que se atreve a todo por rencontrar a su amor recluido. La esposa que se atreve a aparecer como hombre y se convierte en ayudante del carcelero para iluminar la senda de su amor. Atendamos la primera parte de esta salvación por el amor fiel. Ella, Leonora, a quien el maestro de esta música, y Marcelina y Rocco, bien nombran Fidelio, el fiel, porque fiel es el gran amor.

Entremos, pues, de la mano de esta música inmortal, en esta ruta de liberación, en este misterio de la prisión y el ingenio, de la candidez y la soberbia.

Acto Segundo

¿Qué es en las prisiones del mundo el último calabozo, la mazmorra más recóndita, el apando más cruel? Es el último estertor de la vida. Es la última escena de la esperanza, la que en vano trata de resistir, la que reclama renovarse para que la dignidad no desaparezca de la conciencia. Ese corazón remoto es el infierno de los vivos. O es el infierno de los desaparecidos en vida. De los secuestrados, torturados, abandonados en el vacío.

Y sin embargo, la luz llega a esos recónditos pasajes. El recluso ilocalizable entre los prisioneros, el desaparecido forzado, ilumina el calabozo con la belleza de su canto: “Me atreví a gritar la verdad y mi recompensa fueron las cadenas… He cumplido con mi deber… Siento… la dulzura de una brisa… ¿No es la claridad que ilumina mi tumba?”

A esa tumba descienden Leonora y el carcelero Rocco. Es su descenso a la muerte. Los griegos clásicos guardan el recuerdo del más grande enamorado que descendió a los infiernos para rescatar a su amada. El nombre de ella fue Eurídice. El nombre de él, Orfeo. Apolo, su padre, le obsequió la lira; su madre, que fue la musa Calíope, le enseñó a cantar. Durante el viaje de los Argonautas el canto de Orfeo pudo acallar el canto de las sirenas y salvar la vida de los héroes que por vez primera en la historia de la humanidad surcaban las aguas del mar. Por la dulzura de su canto danzaban las piedras, los árboles; todo lo vivo acudía a él para aprender de su canto, para agradecer la vida.

Poco después de su boda con Eurídice, ella paseaba por el bosque y una serpiente la atacó mortalmente. Afligido por el dolor, sin soportar esa muerte, Orfeo decidió descender a los infiernos, enfrentar a Caronte en las aguas del río Leto, el del olvido, y en las de la laguna Estigia, por cuya pureza los antiguos dioses juraban. Llegó ante Hades y Perséfone y explicó a los monarcas de los muertos que el amor a su esposa lo había conducido hasta ellos.

“He tratado de soportar este dolor”, confesó, “pero el amor me lacera. No puedo vivir sin Eurídice. Les ruego que me devuelvan a mi esposa, que deshagan la trama de su destino en este vasto reino silencioso y oscuro y me la entreguen de nuevo. Si no fuera posible, recíbanme a mí entre los muertos, para estar con ella.”

Así cantó, y las sombras de los muertos escuchaban; los tormentos cesaron y una medicina dulce reconfortó a sus oscuras almas. La inconmovible pareja soberana sintió por vez primera piedad y Perséfone llamó a la sombra de Eurídice. “Llévatela”, dijo conmovida a Orfeo, “pero no te vuelvas a mirarla antes de salir del Hades, porque la perderás para siempre”.

En este acto otro amante desciende al corazón de los infiernos, de los calabozos. No es un hombre, sino una mujer vestida como hombre; no es un esposo en busca de su amada, sino una mujer que quiere salvar a su esposo y restablecer la justicia. Pero es, como en el caso de Orfeo, el amor lo que torna fiel al mundo, el amor que conmueve la tierra y las estrellas. Por el amor, se transforma Fidelio en Leonora y se castiga a Pizarro. Se transforma también el carcelero Rocco. Se desilusiona Marcelina, sí, pero se alegran Joaquino y los presos que regresan a la luz.

En este descenso a los infiernos, al calabozo de las prisiones, la música inmortal no es la de Orfeo, sino la de Beethoven. Las palabras no son tampoco las que brotan del canto de Orfeo, sino las que brotan del alma humana.

Preámbulos leídos por Carlos Montemayor los días 30 de mayo y 1º de junio en las funciones de la ópera Fidelio en el Teatro Degollado, de la ciudad de Guadalajara, durante el Festival de Mayo.

 
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