Usted está aquí: miércoles 4 de junio de 2008 Opinión ¿Queda algún Tomás Moro?

Robert Fisk

¿Queda algún Tomás Moro?

Supongo que era inevitable que, cuando el glorioso actor shakespereano Paul Scofeld murió, en marzo pasado, reflexionáramos en su papel en la mejor película jamás filmada en la historia del mundo. Desde luego, me refiero a A man for all seasons*, en la que el magnífico guión de Robert Bolt iluminó el espíritu del Renacimiento y del humanismo, y que es hoy –en la actuación de Scofield como Tomás Moro, canciller de Inglaterra– más relevante que nunca a los tiempos que vivimos. Basta de superlativos e hipérboles. Pero, ¿queda todavía algún Tomás Moro?

Me temo que no. El verdadero Moro, desde luego, podía ser tan despiadado como su némesis final, “lord Enrique, octavo de ese nombre”, como lo llamaba el perverso Thomas Cromwell. Moro no tenía tiempo para los herejes –“herejes” era una palabra usada por hombres y poetas (Milton entre ellos) como una versión renacentista de los “terroristas” actuales, con la cual cerraban toda discusión–, y creía en la naturaleza purgativa de la cremación en vida. Scofield (y el guión de Bolt) nunca insinuaron este ángulo del autor de Utopía, pero sí produjeron un retrato absolutamente convincente de un hombre honesto, atemorizado, leal, humorístico, en ocasiones vano y en última instancia muy valiente. En el peligroso mundo de Moro no existían las declaraciones públicas; su amañado proceso legal fue lo más cercano que tuvo a una conferencia de prensa, pero, ¡por Dios qué elocuencia!

Es tentador asignar personajes contemporáneos al dramatis personae de A man for all seasons. Pensemos en la llegada de Enrique al hogar de Moro en Chelsea para hablar de su divorcio –que Moro considera inaceptable– y posterior matrimonio con Ana Bolena. Risa, jolgorio y terribles amenazas se escuchan de este brillante soberano cuando amedrenta sin piedad al canciller. Están en el jardín de éste, en la ribera del Támesis. “¡Ah, qué tarde! –exclama el rey–. ¡Se podría combatir a un león!” Moro replica: “Algunos hombres podrían, su gracia”, y de inmediato Enrique desliza: “...hablando de este otro asunto del matrimonio...” Esta transición de la naturaleza a la temible política regresa un minuto después. Esta vez, son los setos los que llaman la atención del rey. “Lilas... Tenemos de éstas en Hampton. No tan magníficas, sin embargo. Estoy en excelente disposición de ánimo.”

Y luego una vez más, de súbito, se vuelve a Moro para exponer argumentos teológicos en favor de su divorcio. “Tomás, debes considerar que mi alma está en peligro. No era un matrimonio; he vivido en incesto con la viuda de mi hermano... Nunca vi la mano de Dios tan clara en ningún otro asunto... No tendré oposición, ninguna oposición, te digo. ¡Los que dicen que es mi esposa no sólo son mentirosos, sino traidores! ¡Sí, traidores! Eso no lo toleraré. ¡La traición! ¡No la toleraré! ¡Me enfurece! ¡Es una gangrena en el cuerpo político! ¿Ves? ¿Ves cómo me has enfurecido?”

Pobre Moro. Está condenado. Es una brutalidad digna de Saddam Hussein, la demente transición de una charla intrascendente a la traición –el temor de todos nuestros líderes políticos– y la amenaza implícita, pero real, de la decapitación. Hay incluso una coda maravillosa, cuando Enrique pide la opinión de Moro sobre la música que la real orquesta toca en el jardín, y que el canciller identifica de inmediato como obra del propio monarca. Pero promete decir la verdad. “Me pareció deliciosa... aunque debo agregar en justicia que mi gusto musical tiene fama de ser deplorable.”

Sí, casi puedo oír los ecos de risa falsa en el palacio presidencial de Bagdad. Y no es raro que Moro busque alguna forma de aceptar este juramento de lealtad, con la esperanza de que “el que calla otorgue”. Es el argumento de un abogado quisquilloso, único rasgo que Moro comparte con Anthony Blair.

El propio ex portavoz de Blair, Alastair Campbell, podría sentirse a gusto en el papel de Richard Riche –el maestro de escuela que vocifera ante el tribunal y a la larga condena a Moro al cepo con el único discurso que contiene el guión– y en el del propio Cromwell. Es Cromwell quien explica sus tareas a Riche: “Y nuestro trabajo como administradores es minimizar la inconveniencia... ésa es nuestra tarea, Riche, minimizar la inconveniencia de las cosas. Una ocupación inocua, se podría decir. Pero no: los administradores no gustamos a nadie, Riche. No somos populares...”

Sin embargo, el subsecuente testimonio de Riche contra Moro es en verdad digno de Blair. Se le pide repetir la supuesta negativa de Moro a dar al rey el título de jefe de la Iglesia. “Dijo: ‘el Parlamento tiene la facultad’. O palabras por el estilo.”

Oh, sí. “Palabras por el estilo.” Ésta es, me temo, la forma en que el gobierno y los periodistas trabajan juntos. Escribe la narrativa y el mundo la seguirá: “Moro niega el título al rey”, ‘Saddam rechaza la resolución de la ONU”, “¡Pueden emplazar armas de destrucción masiva en 45 minutos!”, “El bien contra el mal”. No es raro que Tomás Moro conteste con valor. “Si lo que maese Riche ha dicho es cierto, que nunca llegue yo a ver el rostro de Dios. ¡Lo cual por nada del mundo diría en ningún otro caso!”

Desde esta película saltan hacia nosotros fantasmas de nuestra tragedia reciente. Cuando Moro pregunta a Enrique por qué lo necesita como canciller, la respuesta es simple: “Porque eres honesto. Y lo que viene más al caso: se sabe que eres honesto”. ¿Sería por eso que Blair necesitaba a Robin Cook, que renunció, y a Clare Short, que no?

No puedo hacer justicia al guión de este filme. Ni Charlton Heston lo pudo destruir cuando lo vi representar a Moro en escena en Londres, en 1987. ¿Quién puede olvidar el descubrimiento de Moro de que Riche, por su perjurio, ha sido nombrado procurador general de Gales? “Vaya, Richard, de nada sirve a un hombre dar su alma por todo el mundo. ¡Pero por Gales!” Ni de las últimas palabras de Moro antes de ser decapitado por alta traición: “Muero como buen servidor de su majestad, pero primero de Dios... Él no rechazará a alguien tan dichoso de ir a su encuentro”.

Algunos sufrieron por su propia ferocidad. Oliver Cromwell fue decapitado por alta traición cinco años después de Moro. El cobarde arzobispo de Canterbury fue quemado en la hoguera. El rey murió de sífilis. Pero otros –como los caballeros que nos llevaron a la guerra en 2003– quedaron impunes. Sir Richard Riche murió en su cama.

Y entonces, ¿ya no hay Moros? Me equivoqué al principio de este artículo. Ahora pienso en la guerra de Irak y en un contemporáneo que trató de salvarse pero tuvo el valor de decir la verdad y pagó con su vida por ello. El mártir se llamó David Kelly.

*Se exhibió en español con los nombres Un hombre de dos reinos y Un hombre para la eternidad.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

 
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