Usted está aquí: domingo 1 de junio de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Una gota de miel

“Alicia, te llaman. Contesta pero no te tardes. El teléfono es para asuntos de trabajo, y no para cuestiones personales.” Todo me imaginé menos que fuera Lizbeth. Por el gusto de oír la voz de mi hija, se me llenaron los ojos de lágrimas y el nudo que sentí en la garganta no me permitió hablar.

Llevaba semanas pensando en lo que le diría a Liz y me pareció horrible quedarme muda. Con muchos esfuerzos logré preguntarle cómo estaba. Quién sabe qué habrá oído. Me dijo que, gracias a Dios, había guardado el número del taller porque cuando marca el de la casa una grabadora le informa que el servicio está suspendido. “¿Por qué no lo arreglan, mamá?” Le mentí: “No tengo tiempo y ya sabes que tu padre es muy desidioso. Cada mañana le pido que vaya a Parque Vía, me promete que lo hará pero nunca lo cumple”.

Lizbeth vive muy lejos, en Kansas City, y no tiene objeto mortificarla diciéndole que andamos muy mal de dinero. Además, si yo lo hubiese hecho habría pensado que le estaba reclamando porque hace meses no manda el giro. Con esos dolaritos, aunque no eran muchos, algo hacíamos; pero ahora…

En la familia la única que trabaja soy yo. Saulo no ha logrado que lo ocupen ni de eventual. Omar está estudiando y no quiero que acepte ningún empleo porque si se acostumbra a ganar dinero ya no volverá a la escuela. A Regina la despidieron de su chamba en cuanto se le notó el embarazo. No gana un centavo pero tan siquiera me ayuda haciendo la comida y el quehacer.

Lizbeth ignora en qué condiciones trabajo y siguió hablando: “Mamá: ¿ya le preguntaron al doctor qué será el hijo de mi hermana?” Le dije que no. Sea niño o niña lo recibiremos con mucho gusto. Lo único importante es que la criatura llegue completa y sana.

La mayora se me puso delante: “Alicia: el teléfono es para trabajar…” Me hubiera gustado preguntarle a Lizbeth si está contenta con su nuevo puesto, si ya se está llevando mejor con su compañera de cuarto, si por fin se arregló los dientes. Sólo alcancé a decirle: “¿Cuándo vienes?” No sabe, pero me pidió que si algún conocido viaja a Kansas City le mande retratos nuestros y un tarrito de miel porque la que consigue allá no sabe igual que la nuestra.

No alcancé a prometérselo. La mayora me arrebató el teléfono y amenazó con no volver a pasarme ninguna llamada. Sentí ganas de voltearle un bofetón pero me aguanté. Lo único que me falta es que me corran del taller y me quede sin los 450 pesos a la semana.

II

Desde que me llamó Lizbeth no he dejado de pensar en lo que me pidió: retratos, ¡como si estuviéramos tan chulos!, y un tarrito de miel. No cabe duda de que los gustos se heredan y al final de cuentas las historias de la gente como nosotros acaban por parecerse.

Al oír a Lizbeth recordé la primera vez que vine del rancho al Distrito en busca de trabajo. No tardé en conseguir uno de sirvienta. Tenía mi cuarto y comida regular, pero no me hallaba. Se me hacía muy triste levantarme y ver hileras de casas pardas a medio hacer, montones de basura y charcos en vez de cerros y árboles.

Los primeros patrones que tuve sólo me permitieron visitar a mis padres una vez en dos años. Para asegurarse de que volvería con ellos, me pagaron nada más la mitad de mi sueldo; la otra me la guardaron dizque para que a mi vuelta no me faltara dinero.

Me quedé en el rancho tres días. De regreso me traje un morralito con xoconostles, gorditas quebradas, tortillas, pinole y un frasco de miel. Pesaba algo y estuve a punto de dejarlo, pero mi mamá insistió en que me lo trajera porque es sabrosa, da fuerzas y tiene poderes medicinales. Es cierto. Cuando yo era niña me curaban todo con base en miel, desde las anginas hasta los cólicos y la debilidad.

III

Mis patrones me daban permiso de salir los jueves porque los domingos ellos se iban de paseo a Agua Hedionda o El Rollo y no querían dejar la casa sola. Para entretenerme ponía la tele un rato pero no dejaba de pensar en que, a esas horas, mis amigas del rancho andarían corriendo por el campo mientras llegaba la hora de la elotada.

La otra vez se lo platiqué a una compañera y me salió con que no sabía qué era eso. Me alegré de su ignorancia porque así tuve oportunidad de explicárselo y revivir lo que se siente al morder un elote recién salido del perol y bañado en miel. Se derrite sobre los granos humeantes y le chorrea a uno desde la boca hasta las manos. Nos divertíamos haciendo competencias para ver quién lograba impedir, durante más tiempo, que la miel le escurriera hasta los codos.

Cuando yo era sirvienta, para consolarme de mi soledad en aquellas tardes de domingo larguísimas, tomaba cucharaditas de la miel que me había regalado mi madre. Fue entonces cuando aprendí que ese líquido no sólo cura el dolor de garganta: también es muy bueno para aliviar la tristeza.

IV

En cuanto sepa que alguien de Los Reyes viaja a Kansas City le mandaré a Liz un frasco de miel buena, de la que no está adulterada con agua y se azucara muy bonito. Me gusta pensar en que cada vez que mi hija la pruebe se acordará de su México, de nosotros y de todas las cosas que le he contado acerca de mi vida en el rancho.

Cuando le platicaba que nuestra tele era en blanco y negro no lo podía creer. Tampoco me creyó que para ir al cine –y eso cada mil años– teníamos que hacer un viaje de una hora hasta Morelia. Cargábamos con mi abuela Refugio y, como ella nunca aprendió las letras, sólo veíamos películas mexicanas. Una tarde en que se nos ocurrió meternos a ver una película gringa ya merito nos sacan del cine. Y es que nos pasamos todo el tiempo leyéndole los letreros a gritos porque mi abuela era más sorda que una tapia.

Estoy segura de que cuando Lizbeth reciba la miel que pienso mandarle se acordará de sus quince años. Por los nervios a la pobre chamaca le brotó una especie de urticaria. No se le notaba mucho pero de repente, ya peinada y vestida, salió con que se veía horrible y que mejor canceláramos el baile.

Lo único que se me ocurrió en esos momentos fue ponerle una mascarilla de miel en la cara. Le hizo mucho bien porque le quitó la irritación, pero sobre todo le devolvió la seguridad. Lo único malo fue que, como era verano, mi pobre Liz se pasó toda la noche espantándose las hormigas. Durante años estuvimos riéndonos de eso. Espero que Liz también se ría cuando pruebe la miel y recuerde su fiesta de quince años.

V

La otra mañana se metió en el taller de costura una abeja. A mí me alegró verla, pero mis compañeras se espantaron igual que si hubieran visto al diablo. Como les molestaba el zumbido y temían que las picara, quisieron matarla a periodicazos. Antes de que lo consiguieran abrí la ventana.

Cuando la abeja se fue me dio mucho gusto pensar que ese animal tan pequeño quedaba libre para seguir haciendo su trabajo. Mi padre me enseñó que es muy importante: esos insectos no sólo producen miel sino que llevan y traen el polen de una planta a otra.

Fue lo mismo que dijo la otra noche un agrónomo que estuvo en un programa de radio. Comentó que si faltan las abejas y la polinización, no tendremos alimentos ni flores. Me dieron ganas de llamar a la estación y decir que sin esos animales tampoco habrá quien endulce nuestros recuerdos ni tendremos con qué aliviarnos las penas.

En mi casa tengo siempre un frasquito con miel. Cuando le pega el sol, adorna el trastero; se me figura que es oro líquido y me siento millonaria. En invierno, sólo de ver su color me parece que el cielo está más claro y no hace tanto frío. Dios quiera que a mi hija Lizbeth la miel le produzca el mismo efecto cuando empiecen las nevadas en Kansas City.

 
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