Usted está aquí: miércoles 28 de mayo de 2008 Opinión El vuelo a París de las monarcas

Vilma Fuentes
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El vuelo a París de las monarcas

Jacques Bellefroid y yo hemos adquirido la costumbre de cambiar los cuadros de las paredes del lugar donde vivimos.

Una forma de mudarse y, a menudo, de variar la existencia, tal es la misteriosa fuerza de los objetos en las personas, superior a la que pueden poseer aquéllas en la vida de los objetos, sobre todo cuando se trata de obras de arte.

Después de todo, ¿qué transformaciones podemos realizar en una pintura terminada, aparte de nuestra mirada, como no sea destruir la tela –lo que se pagaría muy caro?

La pintura, o el dibujo, en cambio, tienen la capacidad de hacer evolucionar en nosotros desde la forma de mirar hasta la concepción del ser: de ahí las visiones y los peligros que acechan cuando se instala una tela en un muro, al alcance cotidiano de la mirada atenta –o, peor aún, distraída, pues ésta tiende a aumentar gravemente los riesgos que se corren.

No lo recomiendo a nadie, pero en ocasiones se me ocurre, en esas noches de insomnio donde la libertad reina como un silencio poblado, o en esas tardes que parecen pasar sin dejar huella cuando la mente vaga, que hay obras de las cuales uno debería deshacerse de una u otra manera, así sea la del asesinato.

No obstante, sin llegar a un acto criminal, puede escondérsela, perderla, regalarla, quiero decir ofrecerla a alguien con quien la obra se entienda.

Sin duda para consuelo de quienes cubren sus muros con simples reproducciones, esos peligros no amenazan sino a los temerarios poseedores de obras de arte originales.

Esto no significa de ninguna manera que me rebaje ni me atreva a rebajar a los otros aconsejándoles colgar copias si pueden adquirir una obra de arte original: ¿no es una pena más dolorosa arrostrar la vida artificial que emana de la reproducción? ¿Una condena más grave el vacío del acopio multiplicado al infinito donde termina la esperanza?

Así, a pesar de los riesgos incurridos, de nuestras paredes sólo cuelgan originales. Porque para algo sirven los años: cuando no se les aplasta como a bestias ponzoñosas o se les exorciza cual seres maléficos, los instintos, que no parecen conocer diferencias entre el bien y el mal, se desarrollan agazapados en un rincón, crecen alimentándose de la voluntad que devoran y terminan por dictar los actos de sus infelices o dichosos poseídos.

Uno de esos instintos debe ser el que me indica cuál pintura debo colgar... o descolgar.

Podría relatar muchas anécdotas a propósito de las consecuencias, alegres o tristes, causadas por una pintura.

Y no sólo cuando se la cuelga, también cuando se la hurta, se la acepta, se la extravía, se la regala. Puede regresar, caer del muro estrellándose en la cabeza del propietario, provocar un incendio, acortar la vida del obsequiado o del obsequioso cuando se siente desdeñada. Pero, por fortuna, las obras provocan también encuentros inesperados y esperanzas logradas.

El último ejemplo de este poder enigmático de la obra de arte fue el que me dio la pintura de mariposas monarcas de Carmen Parra.

Hace más de 20 años que esta pintora barroca me habla con pasión de estos matusalénicos efímeros insectos.

Para una mariposa, su existencia es larga: alrededor de ocho semanas.

Dos meses durante los cuales vuelan 6 mil kilómetros para hibernar en los bosques de Michoacán, donde se reproducen, antes de regresar a los Grandes Lagos, depositar sus huevecillos y morir.

La supervivencia de esta especie, conocida desde tiempos inmemoriales, se halla en peligro por la destrucción de su medio ambiente. Y de su existencia depende también la de muchísimos hombres. Parra decidió defenderlas fundando organizaciones y pintándolas.

Hace casi un año miraba las alitas pintadas al pastel que se levantan del cartón donde Carmen pintó su cuerpecillo.

Como si hubiera convocado a la pintora: Carmen Parra apareció en París. Las monarcas siguieron.

Una rica exposición colectiva se presenta ahora en la sede del Instituto de México, donde parece escucharse su vuelo.

 
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