Usted está aquí: domingo 18 de mayo de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Cámara lenta

Fue difícil convencer a don David de que nos permitiera ayudarlo a empacar. Lo conseguimos diciéndole lo mucho que le debemos todos los del barrio. Si no fuera por él, a lo mejor a estas alturas ya no recordaríamos cómo eran estas calles hace veinticinco años o cómo fuimos nosotros cuando niños y jóvenes.

En lo personal estoy agradecida con don David porque gracias a él tengo fotos de mi boda, de mi esposo el día en que inauguramos Las Dos Perlitas, de mis hijos en sus cumpleaños, de mi hermano Reynaldo la tarde en que se fue a Estados Unidos, de mis padrinos en el aeropuerto rumbo a Europa –los primeros que cruzaron el charco– y las de mis papacitos en la fiesta que hicimos por sus bodas de plata.

Hace catorce años que mis padres murieron y sigo extrañándolos. Para consolarme de su ausencia, miro la foto en donde aparecen todavía fuertes, sanos, rodeados por la familia completa. Ya se dispersó, seguirá unida nada más en la foto que tomó don David. Él conserva el negativo. Cuando supe que se iba vine a pedírselo –comprado, desde luego– pero él se negó a entregármelo con el pretexto de que no recordaba en qué caja lo había metido.

Le creí. Hasta el momento lleva veinte empacadas pero supongo que serán muchas más porque tiene todos los cajones de los muebles llenos de fotos y negativos. Y cómo no, si ha tomado con su cámara cuanto nos ha ocurrido a nosotros y a las personas de otras colonias y también de los pueblos vecinos.

Me consta que hasta hace poco don David no se daba abasto para tomar tantas fotos que le pedían en bodas, bautizos, aniversarios, fin de cursos, fiestas patronales, graduaciones, desfiles. Su actividad disminuyó desde el momento en que se puso de moda tomar fotos y videos con los teléfonos celulares. Nunca pensamos que esa posibilidad, tan práctica y divertida para nosotros, para don David significaría una condena: desaparecer.

Lo mismo sucederá con muchas otras personas que pertenecen a su gremio y han recorrido esta ciudad, con su cámara a cuestas, en busca de la imagen que al cabo de un instante se convierte en recuerdo.

II

Ésa que tiene la mano levantada es mi hermana Rita cuando acababa de cumplir ocho años. Aquel altote que está en el fondo es mi tío Joaquín: se fue a Tamazunchale para cobrar un dinero que le debían y nunca regresó. La que aparece con la guitarra en la mano es mi prima Leonor. Allí no se le notan las pecas, que, por cierto, ¡cómo la hacían sufrir! Y es que nosotros, de traviesos, por maldad le gritábamos a cada rato: ¡Adiós, huevo de cócona! ¿El del sombrero? Es mi primo Ramón. Era guapísimo y todo el mundo decía que era el vivo retrato de Jorge Negrete. Cuando iba a visitarnos, mi mamá no me dejaba sola con él porque veía cuánto me fascinaba el hombre. ¡Lástima! Murió por una bala perdida. ¿Quién crees que sea la del chal con flecos? Pues tu tía Refugio. Ahora la ves achacosa y bigotona, pero en aquel tiempo paraba el tránsito porque tenía un cuerpo de llamar la atención. Hoy se diría que era gorda, pero entonces no, ¡qué va! ¿Ésa del moño? ¿A poco no me reconoces? Soy yo. Como siempre fui muy bajita, el fotógrafo ordenó que me hincara mero enfrente de todos y yo me sentí importantísima, ¡esponjada como una lechuga! La que está junto a mí, de ojos tristones, es Yolanda. Le decíamos prima pero no era de la familia. Mis papás la recibieron porque su madre –Dios la haya perdonado– la trataba muy mal. Poquito después de que nos tomaron la foto, se fue de monja. Ése que tiene cachucha militar es mi hermano Gerardo. Yo era muy chica entonces y no recuerdo bien por qué lo acuartelaron, pero en cambio parece que estoy viendo a mi madre, bañada en lágrimas porque él se iba. El señor que está agachado es mi papá. Pobrecito: como siempre, estaba borracho. En su juicio era una persona buenísima y de lo más amable, pero cuando no… ¡Mejor ni acordarme! La señora con el cuello de encaje es mi mamá. Cantaba precioso y siempre en un tono muy bajito porque le daba vergüenza que la oyéramos. Esta foto me trae muchos recuerdos, por eso me fascina. Si te gusta, mando hacer una copia porque guardé el negativo.

III

Al paso que vamos pasarán años antes de que terminemos de empacar. El problema no está en la cantidad de cosas que tiene don David, sino en que a cada momento interrumpe el trabajo y se pone a contarnos dónde compró sus cámaras, cómo era su primer cuarto oscuro, cuánto le pagaban por foto, por qué le puso Lux a un estudio que montó en Querétaro, cómo hacía para ahuyentar a los perros, cómo lograba comunicarse con los turistas en Xochimilco y Garibaldi.

Todo lo que cuenta es muy interesante porque el hombre tiene una memoria increíble y se expresa muy bien. Te juro que se me salieron las lágrimas cuando me confesó que había decidido consagrarse a la fotografía a raíz de que su abuelo murió.

Don David entonces andaba por los siete años. Era la época, según dijo, en que el mundo estaba dividido en dos: el de los adultos y el de los niños. A éstos se les prohibía intervenir en ciertas conversaciones o enterarse de las cosas graves. Por eso a él le ocultaron que la enfermedad de su abuelo Isidro, a quien adoraba, era mortal. Se enteró una noche, cuando lo despertó el llanto de su abuela y de sus tías. Sin hacer ruido, se asomó por el ojo de la cerradura. Entonces vio a la familia rezando junto a la cama del enfermo y a un fotógrafo tomándole la última foto a don Isidro.

Cuando me describió la escena me produjo horror, pero don David me explicó que en aquel tiempo era normal sacarles una foto a los bebés muertos y a los adultos agonizantes. Luego se mandaban hacer copias para repartirlas entre la familia y los amigos más íntimos, cosa que era una distinción muy grande.

La viuda de don Isidro colgó en la sala aquella fotografía. Para consolarse de la pérdida de su abuelo, David se pasaba las horas contemplándola hasta que los ojos le ardían y al llenársele de lágrimas le causaban la impresión de que su abuelo aún respiraba. Entonces decidió consagrarse a tomar fotos para que otros niños, al mirarlas, se hicieran la ilusión de que sus seres queridos aún estaban con vida. ¿No te parece una historia preciosa?

IV

Me fascina tomar fotos de lo que sea: gente, casas, animales, calles, flores, paisajes; en cambio no me gusta que me retraten. Creo que se debe a que me he pasado más de sesenta años mirando a otros sin que me vieran a mí. ¿Quién se fija en el fotógrafo, dígame usted? ¡Nadie! Eso es bueno porque así uno queda más libre para hacer sus cosas en donde sea.

Fíjese, en un tiempo me dio por irme a los salones de baile con mi cámara. Muchas parejas estaban encantadísimas de que les tomara una foto bailando muy acarameladas, pero otras no querían porque andaban de movida. Me acuerdo por ejemplo de un maestro zapatero. Descubrí su oficio porque su ropa olía a Nugget, una grasa para bolear que se usaba entonces. Su pareja era una señora gordita, algo picada de viruela, pero muy salerosa.

Los jueves cada uno llegaba por su lado. Él se iba derechito a la barra sin hacer otra cosa que mirar hacia la puerta. Como si no supiera que él la estaba esperando, ella subía al baño para cambiarse los zapatos de piso por unos de tacón altísimo. Una vez quise retratarlos y se negaron. Por terco les dije que no fueran así, que se veían muy bien juntos. En vez de explicarme algo él levantó la mano izquierda con su anillo de bodas y ella sonrió, pero se le salieron las lágrimas.

No pude tener fotos de aquella pareja y créame que lo lamento; sin embargo, cada vez que oigo un danzón me parece que los veo bailar. No cabe duda: la memoria es una camarita fotográfica muy buena, lástima que con el tiempo las imágenes que uno guarda allí se vayan velando. Y de eso nada se salva. Créame: llegará un día en que usted y todas las personas a quienes les he tomado fotos se olvidarán de mí y se preguntarán: ¿Cómo era aquel señor que andaba con su camarita por todos lados?

V

Cuando don David se vaya se llevará, guardados en decenas de cajas, los negativos de las muchas fotos que nos tomó. Me emociona pensar que en algunos de esos cuadritos como de celuloide quedarán por muchos años, en la penumbra, las imágenes de mi boda, de mi esposo inaugurando Las Dos Perlitas, de mis hijos en sus cumpleaños, de mi hermano Reynaldo el día en que se fue a Estados Unidos, de mis padrinos en el aeropuerto rumbo a Europa –los primeros que cruzaron el charco– y el de mis papacitos en las fiesta que hicimos por sus bodas de plata. Es mi foto predilecta: la única en que aparece y quedará para siempre mi familia reunida.

 
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