Usted está aquí: martes 13 de mayo de 2008 Opinión Debate con la muerte

José Blanco

Debate con la muerte

Hay una lucha perdida del Partido de la Revolución Democrática (PRD) por conservar su vida como ente político; su lucha con la muerte reclama un réquiem ad hoc. Acaso, como en un buen relato metafísico y metafórico, probablemente el PRD ya murió y sólo vemos su fantasma.

Un fantasma colectivo irracional que provoca una grima extrema. Sus militantes dan una inmensa pena y todos parecen obligados a cumplir cada uno con su a la vez triste y atroz representación. En la tragedia los protagonistas cumplen su desdichado destino final, al margen de su voluntad, sepan o no sepan en qué consiste. Llegar ineludiblemente a su infausto final es la tragedia.

Pueden contarse con los dedos de las manos los perredistas que no contribuyeron con su simún de arena al cercano día de su juicio final. Pero aunque la mayoría haya puesto su simún, hoy el asunto se condensa en una Nueva Izquierda que jala la punta de la cuerda y una Izquierda Unida que la jala de la otra punta en sentido opuesto. Y lo harán hasta que reviente, sin que nadie sepa ni cómo ni cuándo va ocurrir, aunque la certeza de que ocurrirá seguramente es mayor en quienes vemos ese espectáculo trágico desde la barrera. El conflicto interno y omniabarcante puede ser condensado más aún: Ortega frente a Encinas. O el Peje frente a los chuchos.

Y es que lo que intentó reunirse en el pasado en un solo espacio institucional probó ser imposible. La índole política de las corrientes y grupos que pretendieron ser uno institucionalmente era una ecuación sin solución. Por lo menos en esta primera experiencia histórica de querer marchar juntos quienes se piensan en la izquierda, vemos en los dichos y en los hechos agua y aceite.

El cemento que los unía era un líder moral que llevaba consigo la promesa de acceder al poder con probabilidades altas de lograrlo. Al no ocurrir, por las buenas o por las malas, el líder comenzó a recorrer un largo arco de declive, y junto con él el sol del nacionalismo revolucionario se puso hasta dejarnos frente a un pálido crepúsculo. Del imperio de las tinieblas incipientes emergieron entonces las cabezas de las tribus que había decidido unificarse.

El conjunto de las tribus carecía de un programa que hubiera sido construido conjuntamente y que, por tanto, las mantuviera unidas por el acuerdo representado en el programa. Pero esto no existía; había, en cada tribu, este o aquel deseo de que las cosas fueran así o asá, en este o en aquel tema social o político: un más que abigarrado amontonamiento de ideas a medias o de ocurrencias, aunque todo mundo pueda estar de acuerdo en que estaban referidas a realidades de una injusticia social inadmisible. Ello es claro pero del todo insuficiente para cohesionar a un partido, ni transformar una realidad tan abrumadoramente injusta como la mexicana.

Supervivieron algunas tesis del nacionalismo revolucionario, pulsiones del populismo irresponsable, presuntas ideas de la socialdemocracia y, dicen, de los eurocomunistas. Un conjunto de sustancias interrepelentes impedidas de provocar entre ellas alguna interacción química mínima.

Estas sustancias se unieron y desunieron coyunturalmente según las conveniencias de alcanzar éstas o aquellas posiciones de poder. Y la sociedad fue perdiendo la expectativa de ver aparecer una formación política diversa de las del pasado, moderna, con definida orientación social, capaz de alejarse del inmenso mar de la demagogia y de la corrupción que han prevalecido. No fue el caso. Quizá un futuro hoy imprevisible dé otro resultado.

Una parte de los medios y de la sociedad, alimentados por el Peje, ve en los chuchos unos corruptos dispuestos a venderse al mejor postor. Ellos se ven a sí mismos como una nueva izquierda cercana a la socialdemocracia. Los chuchos parecen ver en los pejistas a los inútiles nacionalistas revolucionarios de siempre, populistas, incapaces de llegar a ningún acuerdo con las otras fuerzas políticas (PRI y PAN). Después de la caída del muro de Berlín no han podido procesar ninguna reforma medianamente importante; ni siquiera la relección de los legisladores. Menos aún serán capaces de procesar una reforma energética.

Mientras los chuchos eran calificados como lo peor del PRD, éstos actuaban políticamente e iban ganando espacios cada vez mayores en las bases del partido. El Peje llenaba el Zócalo, pero no aumentaba mayormente el caudal de sus votos dentro del partido. La sistemática negativa de los pejistas para que su asunto electoral lo resolviera el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) provocó la sospecha de que con las buenas y con las malas, los chuchos habían ganado la elección. El patriotismo del Peje, de otra parte, no puede permitir que los “entreguistas” se hagan del partido, aunque hayan ganado la elección. De modo que también con sus buenas y con sus malas, impugnarán ante la Comisión Nacional de Garantías el acta aprobada por el Comité Ejecutivo Nacional que da por ganador a Ortega, apoyándose en la resolución del TEPJF.

Ahora ya da lo mismo que la instancia que sea dé por ganador a Ortega o a Encinas. El partido quedará partido y no podrá operar como tal. La legalidad, en la que nunca ha creído el PRD, habrá quedado absolutamente inservible. La retirada de ambos que propone Cárdenas no soluciona nada porque Ortega y Encinas, o chuchos y Peje, son y serán en todo momento agua y aceite. El siguiente episodio es cómo y quién extermina a quién, para quedarse con el registro y los billetes adyacentes. O si los dos, cada uno por su lado –ambos parecen tener las bases suficientes–, buscarán ser partidos de la chiquillería. Pero terminarán reconociéndolo: agua y aceite no pueden mezclarse; revolución y democracia, que están en el nombre del PRD, tampoco.

 
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