Usted está aquí: domingo 11 de mayo de 2008 Política Josef Fritzl: un dios delirante

José María Pérez Gay /II y última

Josef Fritzl: un dios delirante

El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV), publicado por la Asociación Siquiátrica Estadunidense (1994), reconoce una enfermedad que define como sociopatía profunda: “una persona cuya conciencia no conoce sentimientos de culpa o de remordimiento, ni le importa el delito en el que incurra, porque no conoce límites en la agresión contra la gente o contra los mismos miembros de su familia”. ¿La sociopatía profunda puede explicarnos la conducta de Josef Fritzl? En su libro La máscara de la cordura, el siquiatra Hervey Cleckley definió de modo parecido la conducta sicopática y sus múltiples rostros, pero ni las interminables listas de los trastornos mentales del DSM-IV ni el mismo Cleckley se atreverían, creo yo, a definir la “enfermedad” del austriaco Josef Fritzl. Aquí no hay un conflicto que deba ser interpretado para encontrar su sentido, ni será necesario reordenar e integrar el horizonte de los delirios paranoides ni, mucho menos, recobrar la historia de su infancia y saber el destino de sus pulsiones sexuales.

Josef Fritzl no es Daniel Paul Schreber (1842-1911), presidente de la sala del Tribunal Supremo de Dresde, que enloqueció a los 42, se recuperó y volvió a enloquecer 10 años después. Sus memorias: Sucesos memorables de un enfermo de los nervios (1900-1902) han pasado a la posteridad como el caso más célebre de la siquiatría y el sicoanálisis, emblema de un delirio esquizo-paranoide infinito, pues el doctor Schreber se sintió siempre perseguido por Dios, quien le ordenaba transformarse en mujer para procrear una nueva raza. El delirio de Schreber emprendió una misión titánica cuyas consecuencias afectaban no sólo el destino de los hombres, sino el del universo entero.

Josef Fritzl no es un sicótico, sino un criminal de una maldad insuperable, cuyo cinismo machista asesinó durante 24 años el alma de sus hijos y nietos. Sin convertir en un mito el “caso Fritzl” podemos afirmar que su libertad se encuentra intocada; su principio de la realidad es infalible, sus emociones abrumadoras y, en su rampante mediocridad austriaca y pueblerina, homicidas. Sin temor a exagerar, Josef Fritzl encarna el mal que nos acompaña siempre, tan aterrador y trivial como el que Hannah Arendt veía en Adolf Eichmann, el criminal nazi.

“Vistos desde afuera, esos hechos me parecerían la obra de una bestia o un monstruo. Siempre supe que debía estar loco”, declaró Fritzl en una carta leída hace tres días por Rudolf Meyer, su abogado defensor. Según su última declaración, Fritzl describió con lujo de detalles la noche de 1985 en la que, según él, violó a su hija por primera vez. “Elizabeth se convirtió, para mí, en una adicción, nunca usé preservativos porque en realidad quería tener hijos con ella. No soy un hombre que abuse de niños”, dijo, y rechazó la denuncia de que había violado a su hija desde los 11 años. “Mis relaciones con Elizabeth empezaron más tarde, cuando estaba abajo, en el sótano. Quizá fue en el año de 1981 o 1982 cuando empecé a transformar el sótano en una celda, porque Elizabeth era incontrolable, no se sometía a ninguna norma desde que entró en la pubertad, se pasaba noches enteras en los bares, bebía alcohol y fumaba… Ha desaparecido la importancia –continúa Fritzl– de la buena educación y de la decencia”, propia de su antigua generación, de la época nazi, cuando el adiestramiento y la severidad eran muy importantes. “No soy un monstruo. Pude haberlos asesinado a todos y no hubiera pasado nada. Nadie se habría enterado nunca”. En el territorio de la impunidad, el cinismo es sin duda filantropía.

Josef Fritzl es un ejemplar de la generación alemano-austriaca de posguerra, educada en el profundo desprecio por las mujeres; el mundo femenino inferior y execrable, que existe sólo para someterse a la hegemonía masculina. La novelista Elfriede Jelinek ha señalado siempre este síntoma como uno de los estigmas de su patria. Sin embargo, las cosas son más bien al revés de como las veía Fritzl. Los tabúes y las restricciones más severos borraron al incesto de nuestra vida diaria como borraron la expulsión de orina o el defecar en las calles. “Lo que distingue a las prohibiciones antiguas de las modernas”, nos dice Norbert Elias sobre el proceso civilizatorio, “es el hecho de que las prohibiciones antiguas se justifican por la presencia de seres sobrenaturales, aunque sean imaginarios, es decir: por medio de la coacción externa, mientras que en las modernas se convierten en autocoacciones. Los deseos reprimidos, esto es, por ejemplo, el deseo de relaciones sexuales entre hermanos, desaparecieron de la conciencia a causa de la presión que ejerce la coacción sobre nosotros mismos o, lo que equivale a lo mismo: bajo la presión del “super-yo”, de las costumbres arraigadas y el conocimiento científico de los posibles desordenes géneticos. No otra cosa es la civilización”.

El caso de Fritzl recuerda demasiado al de Natascha Kampusch, una niña de 10 años de edad que desapareció –el 2 de marzo de 1998– de su casa en el distrito vienés de Donaustadt. Wolfgang Priklopil, su captor, mantuvo a Natascha encerrada ocho años en una celda en el sótano de su casa, en la Baja Austria, sepultada a tres metros de profundidad, en un espacio de tres metros de largo por dos de extensión. No tenía ventanas, ni podía ver la luz del día. Priklopil, un demente sin remedio, no sólo la violaba, sino le proporcionaba lecturas y se hizo cargo de su educación, celebraba con ella sus cumpleaños, las Pascuas y la Navidad. Después de dos años de una búsqueda malograda, la policía depuso las armas y llegó a la conclusión de que Natascha era, quizá, una víctima más de Michel Fourniret, el asesino en serie francés, a quien se acusa de 15 asesinatos de niñas. El 23 de agosto de 2006, Natascha Kampusch logró escapar de su prisión. Priklopil se suicidó saltando a las vías de un tren en marcha.

Sería una gran simplificación reducir la historia de Austria y la de su pasado, el imperio austrohúngaro y su extraordinaria cultura, a estos casos de cautiverios de larga duración, de violaciones sexuales y maldad despiadada. En Tótem y tabú (1913), Sigmund Freud escribía: “Un día los hermanos desterrados se conjuraron y aliaron, luego mataron y devoraron al padre, y así pusieron fin a la horda paterna. El violento padre primordial era sin duda el arquetipo envidiado y temido por cada uno de los hermanos…” Las hordas paternas siguen imponiendo, al parecer, el dominio criminal de sus violaciones e incestos. Hay que redimir a los hombres y a las mujeres de la venganza paterna, esa cadena infinita de humillados y ofendidos que buscan humillar y ofender a los demás y librarse de las humillaciones y ofensas anteriores con otras todavía más atroces.

 
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