Usted está aquí: sábado 10 de mayo de 2008 Cultura Caminar en pos del misterio

Disquero

Caminar en pos del misterio

Pablo Espinosa

El primer recuerdo consciente de la violista Kim Kashkashian es la voz de su padre cantando viejas melodías armenias. En su inconsciente, entrañas y genes vive la memoria milenaria, intrauterina y perenne de la música, ese motor vital cuyo misterio se afanan en desentrañar millones de músicos en el planeta.

Junto al pianista Robert Levin, la violista armenia presenta un disco de gran belleza material –es decir, que se escucha– y semántica.

Lo que persigue este par de músicos con la belleza como aliada es el misterio que encierra una de las formas corpóreas que cobra la música, ese ente invisible y poderoso, cuya capacidad de penetrar más allá de la epidermis mantiene adeptos por millones en el planeta, amantes muchos de ellos sin saberlo de la música y cuyo amor es tan honesto que no reclama siquiera el dudoso título de melómano (cuya delicia máxima, por cierto, consiste en pulsar un melón en cada mano, jejé).

Nadie niega su gusto por las canciones, ninguno se resiste a la inevitable levedad de cantar. Pocos reparan en la hondura de significaciones que rebullen en las cimas y en las simas de las canciones. No son las letras, que en todo caso resultarían grandes distractores, tampoco las melodías necesariamente las coordenadas para descifrar el misterio. Es, lo vio y lo escuchó el musicólogo sordo y ciego Perogrullo antes que nadie, el misterio. Nada más que el misterio.

El género canción, entonces tan desconocido y aún por descubrir y cuyo escondite se ubica justo enfrente de nuestras mismísimas narices, ha escanciado sus líquidos vitales en un sistema de vasos comunicantes donde conviven todos los tipos de canciones existentes y por existir y entre ellos el género canción cultivado en las salas de concierto.

Es en ese venero, el de la canción de concierto, en el que abrevan la violista Kim Kashkashian y el pianista Robert Levin para parir un disco bello y hondo titulado simplemente Asturiana. El subtítulo lo explica entero: Songs from Spain and Argentina.

La obra inicial titula al disco: Asturiana, de Manuel de Falla. Le siguen cuatro de Enrique Granados y enseguida se van entreverando canciones de autores argentinos y españoles: Carlos Guastavino, Alberto Ginastera, Carlos López Buchardo, tres autores de Argentina y el resto de España: además de los mencionados De Falla y Granados, Xavier Montsalvatge.

La portada es un fotograma de la más reciente obra maestra del cineasta francés Jean Luc Godard: Notre Musique, donde aparecen Juan Goytisolo y el propio Godard en un juego de espejos sin soundtrack, como hubiera esperado alguien del jefe de la vanguardia, experto en fintas.

Este disco hermoso, Asturiana, es producido por otro jefe, el maestro alemán Manfred Eicher, fundador y artífice de la disquera ECM, que es sinónimo de calidad, buen gusto y aventura. Ya el Disquero ha formulado el lugar común: uno puede comprar cualquier disco ECM con los ojos cerrados y sin conocer a los músicos o a los autores que aparecen en portada. Siempre el contenido será un descubrimiento, como sucede en el álbum que ahora nos ocupa.

A la serie interminable de cualidades de este disco pertenece otro encanto: el sonido de la viola, otra de esas maneras del misterio que conviven frente a nuestras narices sin que la mayoría sino unos cuantos suelen llamar la atención acerca de la belleza tan singular de ese sonido tan misterioso e irresistible.

Con todas estas herramientas, todas ellas manifestaciones de la belleza, este par de músicos camina detrás de la utopía, es decir: aspira a develar el misterio del género canción.

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