Usted está aquí: sábado 3 de mayo de 2008 Política EU: ¿la escena posidentitaria?

Ilán Semo

EU: ¿la escena posidentitaria?

Acusar al candidato negro del Partido Demócrata de “elitismo” es la última ironía (o pesadilla) que podía imaginar la ya alicaída fortaleza que alguna vez significó la identidad wasp (white-anglo-saxon-protestant man), la fábrica por excelencia del elitismo estadunidense. En tan sólo cinco meses de campaña, el talento, el ingenio y la destreza de Barack Obama han desmantelado –desestructurado, para decirlo en el incomprensible lenguaje de la sociología– algunos (no pocos) paradigmas de un orden cuyos predecibles códigos se remontan, al menos, a finales del siglo XIX.

Lo que asombra en las elecciones presidenciales de Estados Unidos es que cada uno de los tres candidatos que se disputan la presidencia proviene de grupos no sólo subalternos, sino volátilmente subalternos. A saber: el viejo, el negro y la mujer.

John McCain, el candidato republicano, no sólo se asoma a la tercera edad profunda, por decirlo de alguna manera, sino que sus promesas de campaña deben extenderse a la honorable meta de sus 80 años (actualmente tiene 72, pero cualquier candidato debe mostrar que sus planes incluyen la relección; de lo contrario, es un contendiente muerto). Y algo más: estuvo varios años en un campo de prisioneros en Vietnam, es veterano de guerra. Hay pocas memorias tan castigadas en Estados Unidos como la de los sobrevivientes de esa aventura en el sudeste asiático. Son, de alguna manera, una suerte de fantasmas repudiados que recuerdan al imperio los límites de su falibilidad.

Hoy es bastante evidente que ciertos momentos de la carrera política de Barack estuvieron ligados a ese fenómeno que se dio en llamar el “nacionalismo negro” o la política de la negritud. Tal vez la más radical de las versiones de la política étnica que quiso responder al racismo de la sociedad estadunidense con la utopía de una autonomía racial. Educado en Harvard, Barack Obama proviene, sobre todo, de los círculos de la política negra que fraguaron en la ciudad de Chicago uno de los experimentos sociales que se opusieron con más denuedo a la tendencia del posreaganismo en los años 90. Ante los ojos del mainstream estadunidense, aparece como lo más cercano a un sinónimo de radicalidad, es decir, de los bordes mismos de la política. Y como lo más lejano a figuras como Condoleezza Rice o Colin Powell, que siguieron el camino de mimetizar un establishment que requería sus propios y domesticados estereotipos de la cohabitación racial.

Hillary Clinton, quien desde 1992 intentó fraguar desde la Casa Blanca el arquetipo de la autonomía femenina posible, terminó arrastrada por los escándalos de William Clinton a la posición de una mujer convencional y subalterna, sujeta a los roles tradicionales que definen los muros de los géneros en el imaginario estadunidense.

Si se observa con detenimiento, la campaña para desbancar tanto a Obama como a Hillary ha estado basada en sus respectivas zonas de percepción como sujetos identitarios: a Hillary se le presenta (y representa) como una esposa “guiada” por su marido, y a Barack como un representante radical de la negritud. Nada de esto es cierto ni refleja el experimento en que ambos –cada uno a su manera– se han tenido que embarcar.

Lo que impresiona siempre en la política estadunidense es la forma en que la sociedad acaba invariablemente reduciendo sus grandes dilemas a una interpretación identitaria. Ya sea en la pobreza, la educación, la salud, la movilidad social o el estatus, los sujetos sociales o políticos acaban por ser vistos (y verse a sí mismos) como sujetos identitarios .Y en rigor las cifras y la sociología checan al respecto. En el último peldaño de la escala social se encuentran actualmente los inmigrantes mexicanos, le sigue la población negra y así sucesivamente hasta llegar a la cima de la pirámide acotada por los circuitos de wasps. Las mujeres siempre uno o dos peldaños debajo de su propio peldaño identitario.

Para los candidatos el reto ha sido formidable. Cada uno ha tenido que elaborar, al calor de la campaña, una visión que sin abandonar su franja identitaria –perderían los votos que responden a ella– reformule lo que es la sociedad en su conjunto. Un reto que sólo los dos candidatos demócratas han asumido como tal.

Para Barack el problema ha sido cómo ganar los votos de la población blanca, incluidos hombres y mujeres por igual (ningún otro candidato negro se había planteado este objetivo); para Hillary, cómo hacerse de los sufragios del electorado más conservador sin echar abajo su propio programa.

El experimento es inédito y se ha traducido en una percepción posidentitaria de la sociedad estadunidense, en que el ciudadano vuelve a emerger, desde las tinieblas del identitarismo, como el sujeto central de la política. Una versión del ciudadano que es muy distinta a la que privó a lo largo del siglo XX, polimorfa, ambigua y multilineal, pero sobre todo dispuesta a reconocer en el “otro” a alguien con el que puede construir una identidad inédita, nueva.

 
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