Usted está aquí: miércoles 9 de abril de 2008 Opinión Ciudad Perdida

Ciudad Perdida

Miguel Ángel Velázquez
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■ Encuentro en el Mercaderes

■ Risas, bromas y al final, todo sigue igual

Era muy temprano, pero fieles a la cita, uno a uno fueron llegando al Mercaderes, un restaurante del Centro Histórico ubicado a la vuelta de la oficina del jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard. Nadie tomó en cuenta el orden en el que llegaron, pero su salida fue muy bien registrada.

La reunión empezó en un privado del desayunadero. Se corrieron las puertas divisorias y, aún así, afuera se escuchaban las palmadas y los abrazos. Como los mejores amigos, Leonel Cota, Jesús Ortega, Leonel Godoy, Arturo Núñez, Guadalupe Acosta Naranjo, Alejandro Encinas, Marcelo Ebrard y Ricardo Ruiz, a quien no dejaron entrar. La plática no tendría otro tema: el conflicto en el PRD.

Primero fueron risas y bromas, frutas para todos, se ordenó al mesero, pero minutos después parecía que el privado estaba vacío, el silencio inundaba el lugar, pero sólo fue un momento, los manotazos en la mesa retumbaron, todos parecían hablar al mismo tiempo, era un escándalo que no pasó inadvertido a los madrugadores asistentes al céntrico restaurante.

Después, dos horas más tarde, Cota dejó el lugar. Iba cabizbajo, con el mentón pegado al pecho, sin mirar más que al suelo, enrojecida la cara, tal vez de coraje; el segundo fue Encinas con su sonrisa sempiterna brindando saludos como torero en tarde exitosa.

El turno siguiente lo tomó el gobernador de Michoacán, Leonel Godoy. Se fue, también entre saludos de mano y diálogos relampagueantes con quienes lo reconocían. Sus ayudantes ya habían advertido que tenía que estar en su estado a la brevedad, y no podía seguir en la reunión que se alargaba.

El cuarto en la ruta de evacuación fue Arturo Núñez, quien no disimulaba su enojo. De prisa, con la mirada recta, alcanzó rápido la puerta de salida. Había estado en la reunión más de un hora, durante el silencio y los gritos, pero dejaba el lugar visiblemente molesto.

A su salida las cortinas duras del privado, quedaron abiertas y permitían las miradas furtivas. Ebrard, Ortega y Acosta Naranjo estaban de pie. Ortega apoyaba su espalda en la pared y algo decía, Marcelo Ebrard le respondía. Las cortinas volvieron a cerrarse y el mesero entró al lugar y recogió los platos que estaban casi intactos.

Fueron los últimos cuarenta minutos. Luego salió Ortega en silencio, con gesto triste, y detrás Acosta y Ebrard. Éste último con una mirada maliciosa que decía mucho. Allí en esa reunión mañanera se fijaron las posturas que, hasta ahora, ya no se mueven.

De pasadita

Iba como alma en pena, atestiguan los diputados. Oteaba de un lado a otro, de sur a norte y de norte a sur sin hallar lo que buscaba, y su gesto se volvía más agrio. ¿Dónde está la policía que pedí?, preguntaba en tono que se interpretó como desesperado.

Nadie le respondió, pero en los corredores de la Cámara de Diputados, entre sonrisas de beneplácito de algunos y risotadas de burla de otros, se decía: ¿Pero cómo quiere que haya policías si no hay manifestantes? El resguardo de la Cámara de Diputados, en su perímetro exterior, estaba garantizado por el titular de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal, Joel Ortega Cuevas, que ya tenía listos a los elementos policiacos para impedir que la manifestación acordada por los miembros del Frente Amplio Progresista, y las 10 mil brigadistas en defensa de Petróleos Mexicanos, cumpliera con el cometido de resistir pacíficamente el embate privatizador del gobierno federal de filiación panista.

No se sabía entonces que la iniciativa privatizadora llegaría primero al Senado, pero de cualquier forma había quien urgía por la presencia de los uniformados acordonando el recinto de los diputados, con el afán único de llamar la atención y, desde luego, de subrayar su desacuerdo con la expresión de protesta que vendría de la calle. Eso no le importaba a la preocupada legisladora.

 
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