Usted está aquí: martes 8 de abril de 2008 Opinión Cristeros: historia y distorsiones

Editorial

Cristeros: historia y distorsiones

En su visita a la iglesia de San Bartolomé, en Roma, definida por el pontífice como “un peregrinaje a la memoria de los mártires del siglo XX”, Benedicto XVI exhibió una visión de la historia que es parcial, sesgada y, por lo que se refiere a México, inaceptable: rindió homenaje a los cristianos muertos “bajo las violencias totalitarias del comunismo y del nazismo”, así como a los asesinados “en América, Asia, Oceanía, África, España y México”, aludiendo, en el caso de nuestro país, a las víctimas de la guerra cristera (1926-1929).

Por principio de cuentas, pretendió meter en un mismo saco –así fuera el del martirologio– hechos tan disímiles como la represión, la persecución y las políticas de exterminio emprendidas por regímenes totalitarios, como el hitleriano –en cuyas juventudes participó el propio Ratzinger–, la Guerra Civil Española y el conflicto cristero. Ello lleva inevitablemente a recordar que, en esas circunstancias, el papado ha exhibido una doble moral muy característica: durante el conflicto religioso mexicano reaccionó con virulencia contra el gobierno mexicano –el cual, sería necio negarlo, incurrió en actos represivos de plena barbarie–, pero guardó silencio cuando el Tercer Reich asesinó a decenas de millones de eslavos, judíos, gitanos, socialistas, comunistas, homosexuales, sindicalistas y muchos otros. Por lo demás, la alta jerarquía eclesiástica española y el Vaticano respaldaron sin ambigüedad –junto con Hitler y Mussolini– el golpe de Estado emprendido por la reacción contra la República Española en 1936, que degeneró en guerra civil; posteriormente, la dirigencia católica beatificó a “sus” mártires –los religiosos franquistas asesinados en las zonas de control antifascista y anarquista–, y hasta la fecha guarda silencio sobre los crímenes cometidos por los golpistas y por el régimen que impusieron tras la derrota de la democracia.

Por lo que hace a México, si bien el gobierno revolucionario de Plutarco Elías Calles incurrió en graves excesos en el contexto de la Cristiada, otro tanto podría decirse de las fuerzas insurrectas, que pusieron en práctica acciones bárbaras y abominables, como la tortura y el asesinato de maestros rurales para imponer “el reino de Dios” en la tierra, y cuya ideología implicaba, desde esa época, un retroceso histórico inaceptable: entre otras cosas, se oponían a la separación de la Iglesia y el Estado y a la Constitución de 1917, pues la consideraban “un ataque a la vitalidad de las conciencias y a la vitalidad del país”, y decían de la democracia que “ha sido toda una enorme catástrofe, una quiebra inmensa”.

Las rebeliones armadas contra un poder establecido no pueden condenarse por principio ni en conjunto, y ello vale también para la rebelión cristera, que tuvo lugar en algunas zonas del país con innegable participación popular; pero no debe desconocerse tampoco que sus líderes –entre los que figuran varios de los “mártires” celebrados por Ratzinger– fueron personajes violentos, intolerantes e incluso integristas, una realidad que encaja mal con la imagen beatífica fabricada por las jerarquías eclesiásticas. El empecinamiento de Ratzinger en ensalzarlos contribuye a revivir un episodio doloroso y violento de la historia nacional.

Significativamente, lo dicho ayer por el pontífice en la iglesia de San Bartolomé alienta las crecientes y cada vez más desembozadas contravenciones a la laicidad del Estado en nuestro país, como el “donativo” efectuado por el gobernador panista de Jalisco, Emilio González Márquez, para la erección de un santuario dedicado a la memoria de los cristeros. Al entregar para tal fin 90 millones de pesos del erario, el gobernante exhibió, por enésima ocasión, el sesgo confesional con que ejerce un cargo que demanda laicidad e imparcialidad –cabe dudar que respaldara en forma tan generosa la erección de un templo judío, musulmán o protestante–, así como su desprecio por las normas constitucionales que consagran los principios de la separación entre las iglesias y el Estado y de la libertad de creencias, principios contra los cuales los cristeros se alzaron en armas en la tercera década del siglo pasado.

 
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