Usted está aquí: lunes 7 de abril de 2008 Opinión PRD: decepción y vacío

Editorial

PRD: decepción y vacío

El daño está hecho. A 20 días de realizada la elección para renovar la dirigencia del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el conteo de los sufragios sigue empantanado por los vicios de origen del proceso comicial; las dos principales candidaturas mantienen una disputa enconada, ya no para captar votos, sino sobre la manera de computarlos, y las sospechas del desaseo se han vuelto certezas, tanto en las filas de esa organización como, por supuesto, fuera de ellas: los rivales políticos y mediáticos del perredismo se regocijan ante el espectáculo de las prácticas antidemocráticas y amplios sectores de la sociedad han desarrollado un sentimiento de decepción ante el partido que tendría que encarnar una ética social y política frente a la descomposición, los desmanes y las turbiedades del grupo en el poder.

El daño está hecho. Sea cual fuere el resultado del ultimátum emitido ayer por la Comisión Nacional de Garantías a la Comisión Técnica Electoral para que termine el conteo de los votos no controvertidos en un plazo máximo de 48 horas –que vence mañana–, e independientemente del criterio que se utilice para ponderar las casillas impugnadas, mayoritariamente favorables al candidato Jesús Ortega, el relevo de Leonel Cota Montaño al frente del PRD nacional padecerá una carencia de autoridad y de legitimidad de origen. El partido en su conjunto será visto por muchos como un reducto más de una clase política logrera, hechizada por los privilegios del poder y del dinero, ajena a las reivindicaciones populares y a los intereses nacionales.

Ciertamente, la miseria cívica que salió a relucir en los comicios del 16 de marzo no surgió en las campañas previas, sino que tiene una incubación prolongada, y algunos de sus antecedentes pueden hallarse en la fundación misma del instituto político, hace 19 años. Pero la proliferación descontrolada de burocracias internas y de grupos de interés más vinculados al ejercicio de cargos que al ideario del partido recibió un impulso claro con la reforma política zedillista, que repartió dinero en forma desmesurada y grotesca entre las organizaciones partidarias con registro y dio pie a un abandono de los principios, las plataformas y los programas en aquellas que los tenían –hay franquicias electorales, se sabe, que desde su inicio han operado como negocios particulares de sus dirigentes–, y que desvirtuó las luchas de ideas en el interior de los partidos para convertirlas en disputas por el botín de los presupuestos.

El ejercicio del poder público como medio de gestión de grandes intereses financieros es una característica inequívoca de las dos administraciones de origen panista de 2000 a la fecha. En el PRI es inocultable, desde hace muchos años, la falta de una visión específica de país y la práctica partidaria orientada a la consecución de cargos y posiciones de influencia.

De la otra gran fuerza electoral del país, el PRD, se ha esperado, en cambio, que haga política para defender la soberanía nacional, procurar una redistribución de la riqueza –que en México alcanza grados obscenos e insultantes de concentración–, así como propiciar la moralización del poder público y la democratización en un ámbito institucional, que es democrático sólo en la pretensión legalista y formal, y abanderar las reivindicaciones de los sectores oprimidos, ninguneados, expoliados, discriminados y saqueados.

Por supuesto, un partido marcado por las prácticas fraudulentas y turbias en sus procesos internos no tiene el menor margen para emprender tales tareas. El colapso de la elección del PRD del pasado 16 de marzo, y la quiebra moral que el proceso representa, dejan en la orfandad política a millones de mexicanos que, sin una pertenencia formal a ese partido, sentían en él una vía de vinculación con la vida institucional del país, para la cual el vacío resultante tendrá consecuencias sin duda negativas.

 
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