Usted está aquí: domingo 6 de abril de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Vidrio y ceniza

Llegué tarde a la Casa Lerdo, cuando todos mis amigos ya habían ordenado la comida. Otra evidencia de su puntualidad eran los caballitos de tequila a medio consumir. Olga me indicó la única silla desocupada y, con el tono de quien revela un secreto de estado, me habló al oído: “Todos pedimos puntas a la mexicana porque dicen que aquí las hacen muy sabrosas”. Esperanza, aferrada a su bolsa de charol, murmuró: “Las he comido y sí es cierto, pero no lo digas tan fuerte porque al rato nos van a subir el precio”.

Acepté la sugerencia de Olga. Ricardo se apoyó en la mesa y, como de costumbre, puso a prueba nuestra capacidad de observación: “¿Notan algo extraño?” Artemisa le respondió triunfal: “Que nadie está fumando”. Ricardo no se dio por satisfecho: “Falta otra cosa. Fíjense bien”. “Ay, Richard, siempre con tus adivinanzas”, protestó Samuel. Marcos salió en defensa de Ricardo: “Déjalo, es divertido; pero que nos dé pistas”. Olga observó a su alrededor: “Pues sí, porque este restorán es muy grande. ¿Hacia dónde quieres que busquemos?” Ricardo levantó los hombros: “Nada más aquí, donde estamos”.

En nuestra mesa los servicios estaban completos y, como todas las demás, tenía un jarro vidriado con el nombre del restorán y lleno de gardenias artificiales, un servilletero y un molcajete con salsa verde que derramaba ramitas de cilantro. Al cabo de unos segundos, varios llegamos a la misma conclusión: “¡Falta el cenicero!” Ricardo nos celebró con un aplauso desabrido que llamó la atención de otros parroquianos. “¿Ustedes tampoco tienen?”, les preguntó Olga. Un “no” general se impuso al ruido de trastos y botellas.

II

En la mesa de junto un hombre en mangas de camisa, sin quitarse el palillo de la boca, hizo una reflexión: “Casi todos los fabricantes de ceniceros radican en Guadalajara”. Su mujer, una señora de rizos apretados, suspiró: “Pobres, estarán a punto de quebrar”. Su esposo la corrigió: “No te preocupes, fabricarán alguna otra cosa, ¿no crees, papá?”

El aludido, un anciano que presidía la mesa apoyado en un bastón de Apizaco, parpadeó: “Seguro, pero es una lástima: la fabricación de ceniceros era lo único en lo que los chinos no nos habían dado en la madre”. Todos nos reímos, excepto el anciano que, con los ojos cerrados, siguió hablando: “Mi padre fumaba cigarros de hoja que vendían en unos costalitos muy bien hechos, con un dibujo azul, si mal no recuerdo”.

Era evidente que en familia había abordado el tema muchas veces, porque su hijo, sin sacarse el palillo de la boca, complementó el recuerdo: “Me has dicho que era un capitán junto a un faro”. El viejo se enjugó la frente con un paliacate: “Si te lo dije, así debe de haber sido… Una vez fuimos de paseo a Tlaquepaque y mi padre le compró a mi mamacita un cenicero muy curioso, en forma de fuente con cuatro pajaritos que parecían beber en ella”.

“Ya no se hacen cosas así, ¿verdad, don Teófilo?”, intervino su nuera. El viejo negó con la cabeza y siguió hablando:

“Uh, las que pasé por culpa del dichoso cenicero. La única que podía tocarlo, y eso nada más para darle su lavadita, era mi madre. Me tenía amenazado con que si lo quebraba se las iba a pagar. Y es que yo quería agarrarlo para fijarme en cómo estaba hecho y hacer uno igual con lodo. Cuando mi madre murió, en paz descanse, mi padre se pasaba las horas viendo aquel trasto y llenándolo de ceniza mientras recordaba, pienso yo, su vida de casado: once años nada más y eso porque a ella le vino la enfermedad; si no, hubieran vivido juntos para siempre.”

III

Olga, que ya iba en su segundo tequila, tomó la palabra: “Pues le diré, señor: eso de que las parejas duren mucho ya no se ve. Los matrimonios aguantan menos que un cenicero”. Cohibida por nuestras risas, Olga aclaró: “Conste que nada más estoy hablando por mí. Cuando me casé, en el 98, Rodrigo me llevó a Veracruz. En el restorán del hotel todas las mesas tenían un cenicero con su leyenda: Recuerdo Jarocho. Cuando bajamos a cenar mi esposo metió un cenicero en mi bolsa y me dijo lo guardara porque así, cada vez que lo viéramos, recordaríamos nuestra felicidad”.

Artemisa se puso romántica: “Casi todas las parejas se roban esas cosas de los hoteles. Al menos Joel y yo lo hicimos”. Olga suspiró: “Pero hay una diferencia: sigues casada, yo no. Hace ocho años que Rodrigo me pidió el divorcio; según él, no podía soportar la humillación de que yo ganara un poquito más. Y no eran fortunas, no crean: cuatrocientos cincuenta pesos, y ni siquiera a la quincena sino al mes”.

Tanta precisión podía haber sido motivo de bromas pero todos seguimos muy serios, escuchando a Olga: “Cuando Rodrigo se fue me quedé con mi bebecito de año y medio en el departamento que rentábamos en Zarco. Estar allí, ver los muebles que ni siquiera habíamos terminado de pagar, me causaba una tristeza muy grande; pero lo más terrible era el cenicero. El día en que me cambié al departamento que ahora ocupo en Portales, me deshice de muchas cosas, pero no pude tirarlo ni romperlo. Lo tengo guardado por ahí, como los buenos recuerdos de aquel viaje a Veracruz”.

Artemisa la abrazó: “Ay, amiga, ¡qué bonito hablaste!”, y juntas lloraron en silencio.

IV

“Mesera: ni un tequila más”, gritó Ricardo en broma. Samuel corrigió la orden: “A mí sí, tráigame otro, pero con vidrio de aumento”. Soltó una carcajada: “Es lo que decía siempre mi hermano Augusto. Hace años que vive en Mission, Texas. Cada vez que hablamos por teléfono me invita a que vaya a visitarlo. Quiere que le lleve juguetes de madera porque sus hijos no los conocen –nacieron allá– y un cenicero de barro, de esos que tienen una caquita en medio y son muy chistosos”.

Entre las carcajadas hubo protestas: “¡Puerco! Estamos comiendo”. Samuel se defendió: “¿Qué tiene de malo? Son cosas que se usan para hacer bromas, pero no sé si todavía produzcan ese tipo de ceniceros”. Ricardo aclaró su duda: “En Metepec seguro encuentras; y si no, lo mandas hacer. No creo que te salga muy caro”. El señor en mangas de camisa y palillo entre los labios exclamó: “Pues quién sabe ahora: cuando los ceniceros son otra especie en extinción, a lo mejor suben de precio”.

Artemisa dijo que ella, ni loca guardaría “un cacharro de esos”, por muy valiosos que llegaran a ser. Marcos hizo a un lado su plato: “Pues te aseguro que ya en estos momentos habrá expertos que paguen su buena lana por uno de esos ceniceros”. Vio la expresión incrédula de Artemisa: “¿No me crees? Cuando era estudiante trabajaba en una fábrica de paraguas. La dueña tenía una colección de ceniceros de todo el mundo. Muchas personas se interesaron en comprársela, pero ella nunca quiso venderla. Aunque ahora, cuando los ceniceros van a ser piezas de museo, a lo mejor cambia de opinión”.

Por primera vez, Esperanza se mostró interesada en la conversación: “Me estaba acordando de que en la casa de mis papás teníamos un cenicero de cristal azul con una rosa adentro. A lo mejor no era tan bonito, pero de niña me parecía algo primoroso. No sé en dónde quedó. Me dan ganas de buscarlo”.

Conocemos a Esperanza. Es una magnífica compañera aunque tiene un defecto: es ahorrativa al punto de la avaricia. Cuando organizamos alguno de nuestros desayunos, toma los sobres de Canderel y los guarda en la bolsa; si alguien le presta un bolígrafo, lo hace perdedizo para quedarse con él; aunque no fume, toma las carteritas de cerillos que ponemos en la recepción de la empresa. Quizá por eso a nadie le extrañó la pregunta de Artemisa: “¿Quieres venderlo a algún coleccionista?”

A Esperanza se le llenaron los ojos de lágrimas: “No, ¡cómo crees! Lo que sucede es que ya ni me acordaba de que lo tenía y ahorita, con la plática, me vino a la cabeza junto con otras cosas. Mi padre manejaba un tráiler foráneo. Al regresar de sus viajes siempre dejaba caer en el cenicero la morralla que traía en las bolsas. El sonido de las monedas golpeando el vidrio me llenaba de felicidad porque era la señal de que mi madre y yo ya no estaríamos solas, al menos por un tiempo”.

La evocación de Margarita, con todo y que se refería a momentos felices de su infancia, nos puso tristes. Los parroquianos de la mesa de al lado se despidieron. Al levantarse, don Teófilo rechazó la ayuda de su hijo y se adelantó hacia la salida.

En el restorán sólo quedábamos nosotros y, flotando en el aire, las historias que habían surgido sólo porque a Ricardo se le ocurrió mencionar la falta de ceniceros. En honor de ese objeto minúsculo, asociado con el placer y la ceniza, la intimidad y los recuerdos, hicimos un último brindis.

 
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