Número 141 | Jueves 3 de abril de 2008
Director fundador: CARLOS PAYAN VELVER
Directora general: CARMEN LIRA SAADE
Director: Alejandro Brito Lemus





Emos los inadaptados de siempre

Perseguidos por la ortodoxia y despreciados por la hetorodoxia establecida, los emos han conquistado, sin proponérselo, el reconocimiento público. Las agresiones sufridas en varias ciudades del país les ha dado rostro de tribu transgresora de la moralidad establecida. En este texto, el relato de un mediodía de protesta fallida contra la intolerancia en la glorieta de Insurgentes del DF.

Por Fernando Mino

Su pantalón entalladísimo, que lo hace ver mucho más delgado de lo que es, está sujeto por un cinturón de hebilla en forma de audiocasette; arriba asoma el resorte de sus boxers negros con muñequitos coloridos. Sus zapatos bajos Converse, también son negros, igual que el chaleco que cubre una camiseta corta de un gris deslavado. El cabello ha sido domado con gel, un tupido mechón hacia arriba, otro a un lado y el fleco de rigor sobre media frente, aunque no alcanza a cubrir sus ojos expresivos, de niño, como su rostro moreno.

Tiene 15 años y desde hace uno y medio es emo aunque a su mamá no le parezca. “Me dice ‘pinche emo puto’, pero no importa, mi hermano sí me hace el paro” —dice, con una sonrisa. Viene de San Pedro Martir dos o tres veces a la semana a la glorieta de Insurgentes a pasar el rato. “Acá la banda es tranquila, pero no falta el que nos chinga. Nos escupen, nos patean, nos insultan, pero aquí nos apoyamos”.

La ropa la compran en varios tianguis y tiendas. “En el Chopo ya se empezaban a poner puestos para emos, pero ya no podemos ir, porque nos corrieron los punks y los skinheads. Dicen que no tenemos ideología, pero no es cierto”, dice el mismo emo. Pero todavía les quedan Pericoapa, Tepito, el tianguis de la San Felipe o, para los que tienen varo, boutiques como Zara, Bershka y Pull and Bear. “También si te late la onda puedes hacer entubados tus pantalones, nomás los cortas, los coses y ya”, dice una joven emo que estudia la prepa en Icel. Viene con dos amigas emos de la Obrera, su colonia. “Acá nos juntamos miércoles, viernes y sábados, nomás a estar, ver a la banda y, si acaso, pistear”.

El espacio es compartido con otro colectivo asiduo al sol intenso sobre la plancha de Insurgentes: gays y lesbianas. “Son buena onda, y también hay emos gays, no hay pedo”, dice una joven de camiseta rosa. “Un peso, carnal”, talonea un emo con cualquiera al que se le note lo colado. Ya lleva varias cooperaciones. Un chavo le pasa una moneda. “Vamonos, güey, ya va a salir la marcha”. Uno de sus amigos se le acerca y mira al donador. “Mejor pídele un beso”. Luego añade sonriente, “si quieres, amigo, yo te lo doy”.

(Pausa académica. René Jiménez es coordinador de la Unidad de Análisis sobre Violencia Social en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Los emos —considera— escapan a la moral establecida y una de sus formas simbólicas de rechazo es romper con la caracterización femenina-masculina. Ambos géneros se visten, peinan y maquillan de manera muy similar. “Puedes estar viendo por atrás a un emo y no saber si es hombre o es mujer, porque esa es una forma de rechazar a la cultura que los tiene reprimidos y marginados”.)

Cada quien su gueto
Ya se han juntado unos 300 adolescentes en la explanada. Casi todos emos, pero también hay darks —gabardina aterciopelada y maquillaje a punto de correrse por el sudor—, punks —picos de cabello engominado, pantalones entallados, botas—, hardcore —cabello corto y mechón rojizo bajo la nuca— metaleros —camisetas negras, cinturones con estoperoles—, eskatos —tenis Vans, camisetas holgadas y patineta—, y hasta unos cuantos reguetoneros —camisetas y pantalones enormes, botas, pelo corto, gafas de sol, cadenas, gorra de beisbolista. También hay grupos gays, menos afanosos para distinguirse por el atuendo, muchos policías, reporteros y mirones. Las mantas están listas mientras los organizadores acaban de ponerse de acuerdo con la polícia. Un hombre maduro, frágil y sonriente, se pasea con una pancarta de unicel en forma de paloma con la palabra “paz” y un cartón: “No a la violencia contra los jóvenes”. Está a punto de comenzar una marcha por la tolerancia.

“Yo me enteré por unos volantes, está bien para protestar y para que ya no nos molesten”, dice otro emo. La convocatoria también corrió por Internet, igual que la del día de las agresiones en Querétaro, el 7 de marzo, o las del 15 en el DF . “A mí me tocó estar ese día, pero a la mera hora les fue peor, porque no nos dejamos. Pinches punks”. Uno de sus amigos lo interrumpe: “Espérate, no eran punks, eso dijeron para que se armara desmadre”. Mientras esperan que parta la marcha, los jóvenes se toman fotos y videos con sus celulares. Todos los locales de Internet alrededor de la explanada están repletos. La nueva tribu vive en su parcela virtual antes que en el espacio real.

“A ver, dejen espacio para que se vean las mantas”. Risas, movimiento, cámaras disparando a cada detalle. Los policías ya forman valla. Un líder descontento se queja de los organizadores: “No se vayan compañeros, hay que señalar a los que quieren manipular esta marcha. No a la intromisión partidista. No a la discriminización”. Igual la marcha ha comenzado. Ambiente festivo, emos coreando consignas por la libertad de ser lo que les da gana. La ilusión se rompe a las primeras mentadas. En el Chopo se alzó el no pasarán y quien se oponga que le entre a los madrazos. “Que primero aprendan a pensar”, dice una chava dark que sale del legendario tianguis de la colonia Guerrero.

Atuendo mata neuronas, o las multiplica, según la identidad asumida por el declarante.

Antes que los emos surgieron sus detractores. En Google hay más de 89 mil entradas con la palabra “antiemo”. La moda de las críticas y los ataques transita entre el franco relajo, la erudición purista —el rock y la contracultura es territorio exclusivo de los iniciados y cualquier profanación merece castigo—, el socorrido insulto homofóbico, el chantaje moralista —estos pubertos no saben lo que es la vida— y el odio sin adjetivos. La marcha se aleja al Hemiciclo a Juárez con menos alharaca y una idea más clara de las diferencias que los separan de sus iguales. (Con información de Rocío Sánchez)

La diferencia que sigue contaminando


40 años no es nada. Si los jipies, esos melenudos emisarios del placer apátrida, fueron aplastados por los defensores de la tradición de los años sesenta y setenta, ¿por qué no habrían los modernos emisarios de la añeja raigambre intentar eliminar a los emos? Entre 1972 y 1974 Carlos Monsiváis delineó las características de una tribu juvenil, más atenida a la moda que a cualquier sustancia, y describió la reacción exacerbada a la subversión de la rigidez simbólica. (Donde dice jipiteca léase emo —o dark, o punk, o el nombre de cualquier otro grupo juvenil—, donde se lee Sociedad exclúyanse a los sectores cada vez más amplios que defienden el derecho a existir sin exigir comportamientos a cambio.)

Anárquicos, improvisados, arbitrarios, los jipitecas contaminan, alarman y previenen. Desafían las normas de aprovechamiento del tiempo de una sociedad en despegue; incomodan las certezas sexistas y sus fronteras rígidas y voluntariosas entro lo femenino y lo masculino; son un riesgo para la moral apenas renovada por las divulgaciones freudianas. Al margen de su conducta real, los jipitecas simbolizan, de pronto, un peligro no minimizable: la libertad sexual y la extinción de los respetos. Amor con amor se paga: si los jipitecas adulteran la realidad para mejor denostarla, la Sociedad exhibe la amenaza de los jipitecas para más confortablemente aplastarlos.

Tomado de Amor perdido (Ediciones Era, 1977).