Usted está aquí: jueves 3 de abril de 2008 Opinión Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel
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■ Cosas de La Innombrable

■ Inodoros de alta tecnología

Ampliar la imagen El rey Cuitláhuac El rey Cuitláhuac

Ampliar la imagen Viñeta de la Dirección de Salud de Lima,  www.minsalimanorte.gob.pe(/index.php) Viñeta de la Dirección de Salud de Lima, www.minsalimanorte.gob.pe(/index.php)

La modernidad es paradójica: abomina de la caca y de todo lo relacionado con ella, pero en la historia de la humanidad no ha habido proyecto civilizatorio más benévolo que el nuestro para con las necesidades finales del vientre. Vean, si no, la invención del papel higiénico, su perfeccionamiento hasta grados conmovedores de acolchonamiento, suavidad y resistencia, la producción de inodoros con diseños Bauhaus y Lamborghini y hasta con asientos iluminados, la construcción sin precedente de desagües, la fabricación de plantas para el tratamieno de aguas negras, los extractores domésticos de olores, los aerosoles perfumados que empiezan a volverse parte indispensable de los sanitarios domésticos, los adminículos nipones que emiten un poderoso sonido de agua corriente para que no se escuchen los rugidos del parto fecal.

“La era de los inodoros de alta tecnología comenzó en Japón en 1980 con la introducción de la Washlet G. Series, y desde 2002, casi la mitad de las casas japonesas disponen de ese tipo de inodoro, excediendo a la cantidad de hogares con un ordenador personal. Aunque parece como uno occidental a primera vista, tiene funciones adicionales: secador, calentador de asiento, opciones de masaje, controles de ajuste del chorro de agua, apertura automatizada de la tapa, activación de la cisterna tras el uso, paneles de control inalámbricos, calefacción y aire acondicionado para la habitación, etcétera. Las funciones son accesibles por un panel de control situado a un lado de la taza o en una pared próxima, a menudo inalámbrico”, platica Wikipedia en su edificante entrada “Inodoros en Japón”.

Al tiempo que los esconde, esteriliza y deodoriza, nuestra cultura despliega un vasto arrullo amoroso para los excrementos. Nos ha acostumbrado, también, a mirar con horror hacia el pasado y a evocar la amarga vida de quienes tenían que cagar al aire libre, entre un hervidero de hormigas, o bien en letrinas secas, entre el zumbido de las moscas, y desprovistos, por supuesto, de tratamientos especiales para el colon y de tabletas antidiarréicas, desamparados tecnológicos a la hora del aseo íntimo.

Me sabe mal recordarlo, pero hasta hace no muchos años el periódico cortado en trozos era un sucedáneo modesto del papel higiénico; la gente se quejaba por la consistencia y por la textura poco absorbente, pero nunca escuché a nadie protestar por haberse embarrado de tinta lo que se limpiaba de otra cosa. Peor habrá sido la esponja remojada en agua salada, de uso colectivo, que se empleaba en Roma, o las hojas de lechuga, habituales en el siglo IX. Benditos sean, pues, los chinos, a quienes se atribuye el invento de este insumo, allá por el siglo II de nuestra era.

Esta suerte de piedad discreta para con los defecantes procede, tal vez, de la noción de inevitabilidad del acto, en el mismo rango que respirar, beber líquidos, comer y dormir. En un texto que recorté y perdí, Umberto Eco proponía un buen inicio para entender los derechos humanos en el respeto a tales obligatoriedades fisiológicas: violas los derechos fundamentales de alguien, en primer término, cuando le impides que respire, que beba, que coma, que duerma, que haga caca. Hay que apellidarse Bush para no comprender que la privación de sueño se llama tortura.

El problema es que, mientras más comodinos y apapachados a la hora de dar rienda suelta a la tripa, más fóbicos nos volvemos, y más pánico nos causa entrar en contacto –visual, olfativo, táctil y sonoro, por no hablar del otro posible– con la hija de nuestras entrañas una vez que es expulsada de ellas. Y es que, en el fondo, todos los artilugios, circunloquios, mecanismos y habitáculos construidos para cagar, están concebidos para borrar de la faz de la tierra, a la brevedad, el resultado de la acción y sus diversas manifestaciones; para desentendernos y poner, entre ellos y nosotros, barreras infranqueables de tiempo, distancia, tierra, agua, suaves aromas de durazno y sustancias químicas purificadoras.

Hasta en el lenguaje preferimos alejarnos de los excrementos: se considera inadmisible el anuncio “voy a cagar” y aun el culterano “voy a defecar”; parece grosero incluso mencionar por su nombre al mueble (retrete, letrina, inodoro, excusado), y recurrimos al eufemismo equívoco “voy al baño”, como si fuéramos a regresar duchados; últimamente he oído por ahí evasiones verbales y ñoñismos insoportables, como el afectado “tocador” (¿pues qué vas a tocar?), el tecnocrático “servicios”, el aristocratizante “trono” o la lesa traición idiomática “dobleú ce”. Y conste que el pánico a llamar a las cosas por su nombre no es reciente: ya los monjes reclusos hablaban de asistir a los “oficios humildes” en cada ocasión en que querían vaciar la tripa.

Al mismo tiempo, una veta apestosa y regocijante recorre la literatura, de Roma en adelante, y estalla en flores nauseabundas, pero muy hermosas, como los textos clásicos de Quevedo (“La vida empieza en lágrimas y caca”), Rabelais y Montaigne, los modernos de Joyce, los antropológicos de Alfredo López Austin (Cuerpo humano e ideología), los de divulgación de Julieta Fierro (El libro de las cochinadas).

El sueño de la razón higiénica se viene abajo en forma estrepitosa cuando hay que recolectar una muestra para exámenes de laboratorio.

Entrenados para no contaminarnos nunca con excremento, esta circunstancia pone de cabeza nuestro orden cotidiano, porque entonces es la caca la que debe ser preservada de la menor contaminación; le llega el turno de ser colectada, en un mundo diseñado más bien para desecharla; ahora es la estrella, la protagonista y la dueña de la palabra y del saber, en tanto que nosotros debemos conformarnos con ser sus choferes: la llevamos con todo cuidado, en coche o en autobús, hasta el laboratorio, azorados porque no hay recipiente, bolsa, bolsillo, medio de transporte, gesto o actitud corporal que dignifique nuestra vergonzosa situación de portar, fuera del organismo, un pedacito de mierda.

“No vayas al retrete si te estás cayendo de sueño, ni te metas en la cama si no aguantas más las ganas de cagar. En el primer caso, te dormirías cagando, y en el segundo, te cagarías durmiendo”, dice Ernesto Maruri, y le asiste la razón. Más allá del sueño, la defecación en los tiempos actuales resulta difícilmente compatible con otras actividades físicas, pero puede llevarse bien con las intelectuales, las espirituales y algunas artísticas: la reflexión, la oración, el dibujo, la escritura y, por supuesto, la lectura.

La proliferación de laptops y de conexiones inalámbricas de banda ancha permite prever que, en un futuro próximo, la computadora portátil rivalizará con el libro, la revista y el periódico como compañía socorrida en el inodoro, y entonces el chat, los videojuegos y los videos amenizarán (si es que no lo hacen ya entre las muy nuevas generaciones) las expulsiones de materia inmunda.

Ah, por cierto: no son recomendables el bel canto ni las conversaciones telefónicas porque las contracciones del vientre dificultan el control preciso de las cuerdas vocales y pueden producirse inflexiones extrañas y hasta sospechosas.

De estos asuntos se puede escribir un libro y hasta una enciclopedia. Pero para leer en una sesión de inodoro, lo aquí expuesto basta.

 
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