Usted está aquí: martes 1 de abril de 2008 Opinión Rusalka Fleming

Juan Arturo Brennan

Rusalka Fleming

La noche del viernes, la gran soprano Renée Fleming salió al escenario de Bellas Artes, y antes de cantar una sola nota, fue recibida con un manojo de claveles que formaron a sus pies un delicado proscenio floral, metáfora más que apta para un recital de altísimo nivel.

A lo largo de la noche, la calidad de Fleming se hizo evidente en todo su rango, desde los grandes gestos musicales hasta los detalles más delicados de dinámica y estilo. Si bien es cierto que en sus primeras interpretaciones, con dos arias de Las vísperas sicilianas, de Verdi, su voz se escuchó un poco delgada, fue posible percibir aquí, sobre todo, sus cualidades de color y, en la segunda de las arias, una lúdica picardía que aún en el formato de recital permitió recordar sus dotes de actriz.

Desde estas primeras obras, Fleming exhibió una cualidad que constituyó una de las delicias de la noche: un registro grave rico y muy bien madurado. Muy notable, también, la fluidez con la que la cantante estadunidense realizó, a lo largo de la velada, los cambios de registro con intervalos amplios, sin perder nunca el centro de voz.

En dos de las tres canciones de Strauss que interpretó después, mostró un timbre ideal para este tipo de repertorio, así como gran intuición para comunicar la delicada nostalgia de estos lieder, en contraste con el dramatismo más enfático de la tercera.

Para este momento del recital, la soprano estaba ya en pleno control del cuerpo de su hermosa voz. Fue notable en este repertorio straussiano el refinamiento de Renée Fleming para transitar por las mórbidas inflexiones cromáticas que caracterizan a las líneas melódicas de las canciones elegidas. La sutileza con la que manejó esos fugaces momentos de inestabilidad armónica fue sin duda uno de los grandes atractivos de la noche.

Por mi parte, confieso ser uno de los muchos melómanos que quedamos impactados con la interpretación (musical y escénica) de Fleming al personaje titular de la Rusalka, de Dvorák, con la Ópera Nacional de París, de modo que no puedo dejar de imaginarla como la enamoradiza hada de leyenda. Su interpretación de la Canción a la luna de esta hermosa ópera checa demostró que, en efecto, Rusalka es un papel que no sólo le viene como anillo al dedo, sino que ha hecho suyo de una manera muy completa.

Renée Fleming propuso aquí algunos bellísimos matices dinámicos, con un control soberbio, que habría de exhibir de nuevo en su interpretación de O mio babbino caro, del Gianni Schicchi, de Puccini. El manejo de los reguladores de volumen exhibido aquí por la cantante resultó una verdadera lección de música, no sólo en su aspecto técnico, sino también en su faceta expresiva.

Una prueba más de su rango escénico-musical: después de la delicada súplica de Lauretta, se transformó de inmediato en la vanidosa y retadora Floria Tosca, cuya queja por su cruel destino fue cantada con energía y convicción singulares.

La última parte del recital de Renée Fleming incluyó música de Gershwin y Loewe, y si bien unos cuantos puristas amagaron con rasgarse las vestiduras ante tal “desacato”, lo cierto es que estas selecciones conformaron un delicioso corolario a la velada.

En la incomparable Summertime de Porgy y Bess, la soprano interpoló algunos notables momentos de auténtico swing (les llamaría ornamentos si de un aria barroca se tratara) que enriquecieron a este evocativo blues. Y en la extrovertida celebración de la danza que hace Eliza Doolittle en Mi bella dama, utilizó inteligentemente el rubato, proponiendo además una componente actoral que derivó por momentos, muy en el estilo de los buenos musicals, hacia algo parecido al Sprechgesang, el canto hablado.

La Orquesta del Teatro de Bellas Artes fue dirigida por Constantine Orbelian, y de su trabajo sólo habría que destacar el control dinámico para permitir el lucimiento pleno de la voz de Renée Fleming.

Enjundiosos y potentes los trombones en el preludio al Acto III de Lohengrin, muy sólida el arpa de Janet Paulus en todo el recital, y nada más.

 
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