Usted está aquí: jueves 27 de marzo de 2008 Opinión Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba
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■ Cine en drogas

Ampliar la imagen Él se vistió despacio, como quien nada espera del mundo y de la vida, y se fue a trabajar, a repartir la droga que ahora no consumía. Arriba, Noche de Celos, del pintor y escritor sueco August Strindberg, que fue robada hace dos años y recuperada el pasado 7 de marzo durante un operativo antinarcóticos Él se vistió despacio, como quien nada espera del mundo y de la vida, y se fue a trabajar, a repartir la droga que ahora no consumía. Arriba, Noche de Celos, del pintor y escritor sueco August Strindberg, que fue robada hace dos años y recuperada el pasado 7 de marzo durante un operativo antinarcóticos Foto: Reuters

Uno. Quién sabe cuándo arrancó –seguramente con el principio del cine– pero hay muchísimo. Reefer madness, del 36, es divertidísima por su candor: por ahí un pacheco (reefer es mota) atropella a un peatón; por ahí otro intenta violar a una que ha fumado involuntariamente... Obvio, terminó pasando de intentona moral a chiste desmadroso entre atascados. Light sleeper (1992; creo que no se estrenó en México, salvo por tele), de Paul Schrader, es la historia de un ex adicto convertido en díler, de su pequeña vida, y francamente no es nada divertida. La cuenta Luis Alberto de Cuenca en tersos alejandrinos:

Hacía ya dos años que no tomaba droga./ Ahora, la repartía. Una noche de lluvia,/ se encontró con su ex en la calle y le dijo:/ “Aún te sigo queriendo”. Ella no le hizo caso/ y siguió su camino, porque él le recordaba/ los diez años de droga que quería olvidar./ Volvieron a encontrarse, y el antiguo deseo/ los condujo a la cama, e hicieron el amor/ sin droga por primera vez, y estuvieron juntos/ y amándose hasta el alba. Luego, la chica dijo:/ “No quiero verte más.” Y se fue. Y en la cama/ quedó la huella tibia de su cuerpo, y la alcoba/ se llenó de silencio, y él se vistió despacio,/ como quien nada espera del mundo y de la vida,/ y se fue a trabajar, a repartir la droga/ que ahora no consumía. Y en casa de un cliente/ –un tipo repugnante, hijo de un abogado/ riquísimo– la vio ciega de cocaína,/ y ella vio cómo él entregaba la droga/ –una bolsa de veinte gramos de nieve pura–/ al sórdido cliente, y ambos sintieron cómo/ el horror era el único sentimiento posible/ entre los dos para siempre.

Réquiem por un sueño (2000, de Darren Aronofsky) es enfadosa por enfática y por traicionar el destino de sus protagonistas (entre ellos, Jennifer Connely; la mujer más hermosa del mundo, cuando menos ahí); Rush (1991), con una Jennifer Jason Leigh, toda compungida, y el intratable Jason Patric, es enfadosa por todo. En cambio, dan ganas de tener de bróders a los güeyes de Trainspotting (1995), de meterse las cosas que se meten en Miedo y repulsión en Las Vegas (1998) y en Sid & Nancy, de Alex Cox (1986), de probar el peyote del gran Tony Soprano, hacia el final de la sexta temporada, y de insertar la cabeza en una montaña de coca como la de Tony Montana en Scarface (83).

Dos. Hace 16 años Harvey Keitel y Abel Ferrara estaban encarrerados. Keitel venía de protagonizar y producir Perros de reserva, que introdujo para siempre el diálogo seinfeldiano al cine negro; Ferrara, de dirigir su primera obra maestra de veras: El Rey de Nueva York, con un vampiresco Christopher Walken. Cuando se encontraron para hacer la mejor película de drogas de la historia: Bad lieutenant (nunca se estrenó en México, pero Videomax la sacó con el título, bien mexicanizado, de Corrupción judicial), andaban correosos, embravecidos, con ganas de balearse a quien se dejara. Keitel, particularmente, estaba dispuesto a todo. Y Ferrara, nunca un güey que se eche para atrás, le dio ese todo bajo la forma de un teniente en los últimos escalones de la descomposición. Su catálogo de “pecados” –ésta es una película religiosa, después de todo– es variopinto: asaltar a un par de negros que acaban de asaltar a un coreano, armar coca, metérsela afuerita de la escuela de sus hijos, bajarle el varo a un cadáver todavía fresco... Y mientras, la serie nacional Dodgers vs. Mets lo va hundiendo en una espiral de deudas que termina en definitivamente impagables 120 mil dólares.

La violación ensañadísima de una monja y el perdón imposible que ésta extiende a sus violadores mandan al cínico teniente a una espiral también descendiente: la de la iconografía católica de culpa, redención, liberación mediante la muerte. Una iconografía medieval que tiene su cúspide en el encuentro del teniente, en crack, con Jesús y en sus imprecaciones: “you rat-fuck, you fuck, you got somethin you wanna say to me?”, y en su llanto exasperante y en sus quejidos: “I’m sorry, I’m sorry, I’m weak, I’m weak…” Pero en Bad lieutenant no hay espiritualidad: todo es de un absoluto vacío moral, no hay fondo nunca, sólo superficie; no hay redención: la liberación de los violadores por el teniente no es un acto de gracia, sino una consecuencia del cansancio. Y Keitel, como atravesado por cables eléctricos, metódico, parece improvisar todo el tiempo, se saca la verga, se da un pase, chilla, botea, finge que vuela, se arponea; y uno se remueve en el asiento y voltea a otro lado y suplica por la intervención de quien sea que detenga esta debacle sin sentido. Pero, por supuesto, nadie la detiene.

 
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