Usted está aquí: domingo 23 de marzo de 2008 Opinión Buda en el castillo

Ángeles González Gamio
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Buda en el castillo

Con el título irresistible de Buda Guanyin: tesoros de la compasión el Castillo de Chapultepec, muestra una exposición de más de 170 objetos que dan cuenta de la milenaria tradición espiritual del budismo desarrollado en China, aunque habla también de las expresiones de la legendaria filosofía en otros países de Asia y Oriente. Hermosas piezas en cobre dorado, piedra y cerámica, pinturas y videos nos acercan a este modo de vida que parece brindar paz y armonía a los seguidores, los que se han incrementado de manera impresionante en el mundo occidental, que no parece encontrar respuestas satisfactorias a las necesidades del alma ni en sus religiones ni en la ciencia.

El sitio seleccionado para la exposición no podía ser mejor, porque, además, permite disfrutar del Castillo de Chapultepec, sus museos permanentes y las vistas prodigiosas, que si le toca día despejado, lo que ahora por la disminución del tráfico es probable que suceda, podrá apreciar desde las terrazas: al norte, la sierra de Guadalupe; al oriente, la sierra nevada, que culmina con las albas cumbres de los hermosos volcanes: el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl; al sur la sierra del Ajusco, y al poniente la sierra de las Cruces. Al pie de la colina se extiende la majestuosa ciudad de México, llenando el espacio que ocupaban los cinco bellos lagos que rodeaban México-Tenochtitlán.

Esto nos lleva a recordar que Nezahualcóyotl, el sabio gobernante texcocano quien eligió el sitio para edificarse una mansión de descanso. En 1784 el virrey Matías de Gálvez siguió el ejemplo y se construyó un palacete que concluyó su hijo, también virrey, en 1786. Desde entonces ha tenido diversos usos, entre otros, el de ser la sede del Colegio Militar. Ahí se escenificó durante la invasión estadunidense en ese año nefasto de 1847 el feroz ataque contra las magras fuerzas que defendían el bastión, entre otros, 200 jóvenes cadetes –casi niños– que perecieron valerosamente y que ahora honramos como los Niños Héroes, aunque algunos historiadores quieren acabar con ellos.

En 1864 Maximiliano suprimió el Colegio Militar y remodeló el Castillo para que fuera su residencia. En el alcázar instaló las habitaciones, le construyó terrazas, calzadas en el bosque y ese paseo magnífico que ahora llamamos Paseo de la Reforma. Al triunfo de la República, lo ocupó el presidente Sebastián Lerdo de Tejada y después llegó Porfirio Díaz, con su aristócrata esposa Carmelita Romero Rubio, a realizar innumerables modificaciones. Tras la familia Díaz ocuparon el recinto por temporadas breves: Francisco I. Madero, Abelardo L. Rodríguez y Emilio Portes Gil; fue a partir de la presidencia del general Lázaro Cárdenas que el Castillo pasó a ser museo y Los Pinos la residencia oficial.

No hay que dejar de echarles un vistazo a los soberbios murales de José Clemente Orozco que tratan la Reforma y la caída del Imperio, al igual que los de Siqueiros que van del porfiriato a la Revolución. Muy guapetón aparece don Benito Juárez en las obras de Antonio González Orozco. También valen la pena las coloridas pinturas de Jorge González Camarena.

Esto sólo ameritaría la visita, pero además de estas alhajas pictóricas las hay con piedras preciosas y formas exquisitas, como la corona que perteneció al Benemérito, que se muestra en la sala introductoria, formada por hojas de laurel laminadas en oro, con rubíes, brillantes y una roseta de esmeralda, regalo de la ciudad de México el día que Benito Juárez regresó a la capital, después de tres años de recorrer el país. Muy interesante es el recorrido por las que fueron las habitaciones de Maximiliano y Carlota, que nos trasladan con fidelidad a los lujos decimonónicos de la aristocracia de la época.

La subida y bajada del castillo desata el apetito. Si el bolsillo está magro, puede ir a comerse una suculenta torta a El Chatín, situado en 18 de Julio número 17, al costado del Viaducto hacía el poniente, casi esquina con avenida Revolución, donde, desde 1964, la familia Ramírez ofrece sus peculiares y sabrosas tortas, hamburguesas y hot dogs. La especial de la casa es la torta de milanesa de carne molida, que preparan con una receta del abuelo.

Si el bolsón esta pleno, váyase a Otto, en Polanco, en la esquina de Julio Verne y Virgilio, que renovó su menú, pero continúa con excelente calidad y buenos precios. Las pastas son deliciosas y los pescados, frescos y muy bien preparados. Muy favoritas: el penne al pesto o el espagueti al pomodoro, con jitomates en trozos, como en la mejor tratoria italiana. De entrada pida las flores de calabaza rellenas de duxelle de champiñones: una delicia. Los dueños siempre están ahí, vigilando que todo esté a pedir de boca, en todos los sentidos.

 
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