Usted está aquí: jueves 20 de marzo de 2008 Opinión Cristo de Boulbon

Margo Glantz

Cristo de Boulbon

En el Louvre –y en casi todos los museos– es fácil advertir la presencia de animales, y de entre ellos destacan los perros. A mí me interesan particularmente y hubiese querido rememorarlos, después de que mi amigo Jean Galard, director en México del Instituto Francés de la América Latina, de 1978 a 1982, y hasta fecha reciente director de servicios culturales del Museo del Louvre, me guiara con gran sabiduría por el inmenso recinto para familiarizarme con los diversos canes que, solos o acompañados, aparecen en distintas actitudes y figuras.

¿Cuáles prefiero? ¿Uno pequeño de oro de Susa o al Rey Anubis representado como tal?, ¿un perro de una estela funeraria griega del siglo V, aC?, ¿una acuarela de Pisanello con un galgo?, ¿un perro faldero y peludo acompañando a personajes sagrados alrededor de la cruz donde Cristo espera la muerte? ¿O quizá los múltiples perros de caza acompañando a sus amos en los tapices de lana, oro, plata y seda tejidos en los siglos XV o XVI?, o ¿por qué no, al acompañante de un enano de la corte de Carlos V pintado por Antonio Moro?, ¿o a los de diversas razas entremezclados con los suntuosos cortesanos en que el Veronés invita a las Bodas de Canán?

Me conmueven, me recuerdan a mi Lolita, menos noble y hermosa, mucho más querida y recién muerta un poco antes de visitar el Museo del Louvre y a la que hubiese querido dedicar el texto que Galard me encargó escribir sobre mi cuadro favorito.

Durante el recorrido paso cerca de la Venus de Milo y advierto que penden sobre ellas unas telarañas, miro a Jean, me explica: sólo un restaurador autorizado puede asear las esculturas.

Subo luego a las salas donde se alberga la incorrectamente llamada pintura primitiva francesa: con sus Fouquet, la Piedad de Avignon, de Enguerrand Quarton, cuyo nombre me fascina, y de la cual ha escrito un bello texto Michel Butor; La crucifixión y el martirio de San Dionisio, de Henri Bellechose, en deslumbrantes dorados y azules que enmarcan la imagen del Redentor y disimulan al verdugo quien, casi desnudo, levanta un hacha y descabeza al santo; un anónimo, el Cristo de los Dolores o Retablo de Boulbon me retiene: de inmediato decido que ése es mi cuadro favorito.

Pintura anónima encargada hacia 1450 por el canónigo Juan de Montagnac para una iglesia de Avignon, trasladada luego a la iglesia de san Marcelino de Boulbon, en la Provenza, representa a Jesús resucitado, colocado en el centro –el centro simbólico del mundo–, lo rodean los intrumentos de la Pasión –la columna y la cuerda que lo ha atado a ella, los látigos, los flagelos, la mano que lo abofetea, la lanza que le perfora el costado, el aceite–, a su izquierda, el rostro de Dios Padre asomando por una ventana y, saliendo de su boca, el resplandor que rodea a la paloma, símbolo del Espíritu Santo, deja caer sus rayos en la boca de Jesús.

A su izquierda, el obispo San Agrícola, con su roquete, su sobrepelliz, su mitra, sus ínfulas y sus guantes blancos, sus manos reposan sobre la cabeza de un canónigo, quizá el mismo Montagnac, mecenas de Quarton, también arrodillado en la Piedad, aunque los dos personajes no tengan la mínima semejanza.

Erguido, Cristo sobre un ataúd de madera –de acuerdo con la tradición escrita en los Evangelios, el sepulcro debería ser de piedra–, su cuerpo escultórico me recuerda el Cristo muerto de Mantegna pintado en 1490; de sus hermosas manos cae la sangre siguiendo la trayectoria diagonal de los rayos que rodean a la Paloma, sus ojos bien abiertos expresan un sentimiento inefable.

Construido con base en líneas verticales –la lanza, la columna– y horizontales –el ataúd–, la viga de donde cuelgan la lámpara de aceite, la mano descarnada, y sobre la cuál se posa el rostro del Padre, hacen juego con las diagonales que le otorgan una curiosa perspectiva a la pintura, en equilibrio perfecto con el severo dramatismo del retablo, según yo, mucho más moderno que todos los cuadros de los autores franceses “primitivos”.

 
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