Usted está aquí: lunes 17 de marzo de 2008 Cultura La factura de El cobrador

Hermann Bellinghausen

La factura de El cobrador

Ampliar la imagen El cineasta Paul Leduc El cineasta Paul Leduc Foto: Notimex

La película de Paul Leduc, inquietante para todos, insoportable para los lados derechos de la cuadra, es un viaje al corazón de la violencia. ¿Y eso qué tiene de raro, si es uno de los temas predilectos del cine más comercial, una obsesión temática de Hollywood y anexas? Asesinos seriales con IQ estratosférico que juegan a las adivinanzas, nota roja, pandillas, pretextos para las más fantásticas necropsias. Pero a toda esa industria argumental del crimen gratuito nadie la cuestiona en los términos que algunos críticos han dirigido a El cobrador. in God we trust (2007).

Leduc no hace apología de la violencia, y tampoco precisamente la denuncia. Si bien adapta muy libremente el relato magistral El cobrador (1979), del brasileño Rubem Fonseca, y lo combina con distintas historias del mismo autor, es fiel a la esencia del cobrador fonsequiano. El hombre que un día decide que ya estuvo bueno, que allá afuera le deben algo, en especial los ojetes, y decide cobrarles con una decisión implacable. Y sí, el otro tema es el odio, sin justificación pero explicable, no necesariamente comprensible, pues la violencia asesina es así, y pocos narradores lo transmiten mejor que Fonseca (Minas Gerais, 1925).

Su tema recurrente, su fascinación, ha sido la violencia como arte y como desastre. Las novelas de Fonseca son de aventuras, como las de Raymond Chandler. Sus cuentos, disecciones escrupulosas y distantes, lacónicas como los de Isaac Babel, Maupassant o el reporte policiaco de un tira carioca que leyó a Flaubert o se documenta en el gran arte de los cuchillos.

Cierto que Leduc da un enfoque “de izquierda” a la sucesión de eventos que mueve a sus personajes de Nueva York a Miami, el DF, Minas Gerais, Río de Janeiro y Buenos Aires. Fonseca no suele ser explícito en eso, sino en los detalles, y su ironía lo hace parecer cínico.

Leduc retrata como fondo de sus personajes una ficticia represión brutal en México (filmada antes de Atenco y Oaxaca), o bien la explotación salvaje de los mineros que buscan oro en Brasil. Ésta, con un empleo explícito de las brueguelianas imágenes de Sebastiao Salgado. Es el odio del negro brasileño que ni siquiera será Robin Hood ni Jimmy Cliff en The harder they come (Perry Henzell, 1972). El odio anglo y cristiano, representado en el magnate y padre de familia, mata-latinas que él considera putas o cucarachas y carga la Biblia en sus contínuos viajes; un Peter Fonda que combate la decandencia física con los negritos nonatos que le receta Isela Vega.

La indignación fuera de control de la chica del filme, una fotógrafa argentina en el DF, hija biológica de “opositores” muertos en la guerra sucia y criada por los asesinos de sus padres, que pierde a su mejor amiga, asesinada por odio de ultraderecha, como hoy sucede en Oaxaca y cualquier día podría pasar en la yunquista Querétaro o lugares así de panificados.

Como tantos filmes que sí atiborran la taquilla, El cobrador es acerca de personas dispuestas a matar. Por dinero, racismo, intolerancia, porque sí. Los protagonistas se cobran con la misma moneda. Y no porque tengan la razón, o sus actos se justifiquen; ni siquiera son simpáticos, o no tanto como la multitud de matones cinematográficos, sobre todo los de la derecha, que predominan en el cine de violencia hollywoodense y nacional.

La factura del filme, la partitura musical y los actores son impecables. Cabe reconocer que ya no es rara esta calidad de realización en el cine mexicano, más vivo de lo que estaría si dependiera de las políticas culturales y el acanallado mercado del espectáculo en poder de las grandes televisoras. Sin embargo, pocas veces se trata de un cine con claridad política; aun el bien intencionado resulta un tanto antiséptico.

Hay un “sello Leduc”, como se diría del “sello” Figgis, Almódovar o Hitchcock. Eso es estilístico. Más allá, El cobrador ofrece un retrato de la revancha extrema. Y la venganza no es un sentimiento noble, aunque el Dios de Israel sostenga lo contrario. Es una película sobre la desesperación. No hay que confundirse. Aquí, la violencia es una forma de derrota. El acreedor, al “cobrarse”, garantiza su destrucción. No es cine combativo, y el panfleto está en otra parte.

Los protagonistas se inmolan llevándose con ellos al villano, el capitalista gringo que engendra a la madre de todas las violencias: la de sus testículos. Y los cobradores in extremis ni siquiera traen el Corán entre sus ropas, ni el Libro rojo de Mao. Son sólo perros rabiosos que se borran junto con el perro que les contagió la rabia. Sin más moraleja, así en Leduc como en Fonseca.

 
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