Usted está aquí: domingo 16 de marzo de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

Amarillo congo

En vísperas de la Semana Santa, conforme las casas vecinas iban quedando solas, la nuestra se llenaba de visitantes. En los días previos a su llegada los cuartos eran sometidos a limpieza profunda y a cierta remodelación. Tras el propósito de hacer más amplios los espacios estaban otros: disimular el deterioro de la casa y la permanente mala racha económica.

Los retratos eran movidos hacia los sitios en donde cuarteaduras y grietas resultaban más visibles; las sillas se adosaban contra las paredes; las colchas hacían funciones de cortinas y mamparas. Al final procedíamos a teñir las duelas carcomidas con oleadas de congo amarillo, brillante como el oro.

Al mismo tiempo que cumplíamos con aquellas tareas mi madre nos recordaba las buenas maneras y, sobre todo, la obligación de mantener en secreto lo que pudiese incomodar a nuestros visitantes: que para cubrir los gastos de su estancia habíamos llevado al Monte de Piedad sus “joyas”: unos aretes de filigrana, un tú-y-yo con dos granates casi invisibles y una cadena de plata con un dije en forma de corazón.

Las recomendaciones culminaban con una serie de prohibiciones muy concretas: “No quiero pleitos ni malas caras ni quejas y mucho menos que se abalancen sobre el pan dulce”. Comerlo era un lujo y la posibilidad de incluirlo en nuestro menú aligeraba el fastidio de vernos copados por los numerosos visitantes.

Eran siempre los mismos: la abuela, los tíos, los primos y alguna conocida que viajaba “a México” para cumplir con una manda, someterse a un breve tratamiento médico o comprar una marca de cosméticos inconseguible en el pueblo.

II

Según los visitantes iban apareciendo, la casa se inundaba de maletas, bolsas y cajas. Al abrirlas sentíamos el olor de la fruta y los condimentos que, en opinión de los recién llegados, eran de mejor calidad y mucho más sabrosos que los de acá. Como regalo especial nos traían cuadritos de colmena que masticábamos hasta quitarle a la cera todo el sabor de la miel.

Las horas de comida se relajaban de acuerdo con los itinerarios de nuestros visitantes y las sobremesas se hacían eternas para darles tiempo de que nos pusieran al tanto de las novedades en el pueblo: bodas, raptos, nacimientos, defunciones, pleitos y despojos.

Por la noche, después de la cena, los adultos permanecían reunidos ante la mesa para tratar “asuntos de mayores” y a los niños nos dejaban en libertad de salir a la calle y divertirnos jugando al bote, a las anchuras, al avión o a los aficionados. Al grito de “Métanse, ya es muy tarde”, entrábamos en la casa para dormir. Los visitantes lo hacían en nuestras camas mientras que nosotros, como anfitriones, nos tendíamos en colchonetas puestas sobre las duelas teñidas de congo amarillo.

III

La rutina vacacional se alteró el año en que al grupo de visitantes se sumó una ahijada de mi abuela: Claudia. Había venido a México para lo que menos imaginábamos: comprar lo necesario antes de recluirse en un convento. Sus propósitos eran consagrarse a los enfermos, a los menesterosos y en especial a los niños abandonados en cualquier parte del mundo. La geografía de su bondad abarcaba desde el pueblo hasta África y China, pasando por nuestro barrio. Su disposición al sacrificio era inmediata: la primera noche suplicó que le permitiéramos dormir sobre las duelas teñidas de congo amarillo.

Al día siguiente dio nuevas muestras de su voluntad de renunciar a los mínimos placeres del mundo: no le puso azúcar al café y se negó a comer pan dulce. Nos sentimos obligados a seguir su ejemplo, aunque eso significara la espantosa tortura de ver los glaseados y mieles sin poder disfrutar de sus sabores.

Los paseos se limitaron a iglesias y tiendas de artículos religiosos en Madero y Guatemala. Mientras Claudia elegía rosarios y estampitas, los niños nos sentíamos pecadores por codiciar los helados de La Princesa o las mediasnoches de Sidralí.

Sin darnos cuenta, la beatitud de Claudia iba llenándonos de una contrariedad que se volvió rencor y después odio hacia aquella muchacha tan dispuesta a hacer felices a los niños del mundo y tan indiferente a nuestra desdicha. Nos la causaba el no poder entregarnos a los pequeños gustos que sólo podíamos disfrutar en aquella temporada del año: comer pan dulce, saborear sin recato las celdillas rebosantes de miel, divertirnos con nuestros juegos callejeros.

Tarde nos dimos cuenta de que a Claudia no le bastaba con que siguiéramos su buen ejemplo: antes de concluir su visita se había propuesto fortalecer nuestro espíritu religioso, darnos nuevas nociones del bien y el mal, trazar la frontera entre la inocencia y la culpa.

IV

En cumplimiento de una orden de mi madre –“No quiero malas caras”– lo resistimos todo, inclusive ciertas pruebas que nos imponía Claudia: que dejáramos de comer y de beber cuando sentíamos hambre o sed, que nos atáramos un listón en la cintura hasta el límite de la incomodidad y el sufrimiento. Los sacrificios eran mínimos, según ella, frente a los padecidos por el Señor que murió por nosotros.

Aquella Semana Santa fue espantosa. Deseábamos que terminara lo más pronto posible aunque eso implicara los madrugones para ir a la escuela o el fastidio de hacer tareas por las tardes.

Al fin estaba a punto de cumplirse nuestro deseo. Nuestros visitantes anunciaron su partida para el siguiente lunes. Dedicaron viernes y sábado a hacer compras de última hora y a empacar. El domingo mi madre preparó una comida especial. Mi abuela y mis tías se ofrecieron a ayudarla. Claudia nos pidió, a mis hermanos y a mí, que la acompañáramos a un municipio cercano para visitar al Señor de la Cañita. La perspectiva de hacer algo distinto y la idea de que pronto dejaríamos de soportar a Claudia nos dio ánimos para complacerla.

La ermita quedaba en las afueras del poblado. Disminuían su miseria árboles frondosos, camelinas rebosantes de flores y los gritos de los niños empeñados en ahuyentar a los perros. A las puertas de la capilla una anciana vigilaba su puesto de reliquias y una muchacha ofrecía carpetas con bordados de vivos colores.

La capilla, sombría y con techo de bóveda, estaba desierta. Sobre el altar vimos un crucifijo y del lado derecho, en una vitrina rodeada de veladoras y ramilletes, al Señor de la Cañita. Las flamas que se reflejaban en el cristal protector impedían ver con precisión la sagrada figura; pero al acercarnos miramos todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, bañado en sangre; los ojos perdidos en la agonía, los labios deformados por un rictus de dolor.

Quedamos atónitos ante la imagen descarnada. En cambio nuestra beata se le acercó aún más y nos hizo una señal para que la secundáramos. En la soledad del espacio su voz resonó con un eco diabólico que nunca olvidaré: “Hínquense y pídanle perdón. Por culpa nuestra sufrió esas horribles torturas, se desangró y sufrió en la Cruz una prolongada agonía. Cada vez que cometan un pecado estarán reviviendo los tormentos del Señor de la Cañita y serán sus verdugos. Ustedes no quieren eso, ¿verdad?”

Sin advertir el efecto aterrador que sus palabras habían tenido sobre nosotros, Claudia cayó de rodillas y estuvo llorando durante mucho tiempo mientras que nosotros seguíamos contemplando la imagen que, por efectos de las flamas temblorosas, parecía respirar.

Cuando salimos de la ermita Claudia recuperó la serenidad y la expresión de inocencia; en cambio nosotros sufríamos el agobio de sabernos verdugos del Señor de la Cañita.

Cuando se lo contamos a mi madre ella se esforzó por sacarnos aquella idea de la cabeza. Lo consiguió; en cambio, no he logrado olvidar aquella Semana Santa en que mis hermanos y yo, en plena inocencia, conocimos el peso de la culpa.

 
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