Usted está aquí: domingo 2 de marzo de 2008 Opinión Petróleo sangriento

Carlos Bonfil
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Petróleo sangriento

“Detrás de cada gran fortuna hay un crimen”. La sentencia del novelista Honorato de Balzac parece ser también un motivo central en la narrativa del escritor estadunidense Upton Sinclair, quien tenazmente denuncia la rapacidad del capitalismo en La jungla (1906), novela sobre la explotación obrera y la crueldad hacia los animales en los mataderos de Chicago, y en Petróleo (1927), saga familiar sobre la corrupción de políticos y hombres de negocios involucrados en la especulación petrolera. En esta novela, el patriarca J. Arnold Ross es el prototipo del empresario, carente de piedad y escrúpulos, que no vacila en sacrificar a sus seres cercanos y reprimir todo impulso de generosidad para alcanzar sus cometidos, un self-made man de avaricia incontenible, empeñado en amasar una fortuna enorme, conquistando palmo a palmo la gran pradera estadunidense.

El cineasta Paul Thomas Anderson (Boogie nights, Magnolia) cambia de registro narrativo, abandona la organización coral de sus relatos anteriores, tan cercanos al cine de Robert Altman, tan audaces en sus ocurrencias visuales y atinados en su registro de las mitologías culturales, para concentrarse hoy en la construcción de un solo personaje, el antiguo magnate del petróleo, antes Arnold Ross, hoy Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis), quien en 1898 descubre accidentalmente un yacimiento petrolero, mientras intenta extraer todo el oro posible en sus terrenos.

Anderson retoma en Petróleo sangriento (There Will be Blood) sólo parte de la trama de la novela de Sinclair, reduce al mínimo la crónica de la expansión empresarial de Ross y no se detiene en el tema de la explotación de los obreros. Elabora, en cambio, el retrato del negociante astuto, mentiroso contumaz, que se fabrica una imagen de irreprochable padre de familia al adoptar a un niño (garantía de respetabilidad burguesa), inventándose también la muerte de la madre al momento de dar a luz, a fin de ganarse la confianza de los colonos crédulos, que poco a poco irán cediendo a sus chantajes e intimidaciones; compra terrenos a bajo precio, mismos que sospecha ricos en petróleo, compite con las grandes compañías extractoras y deja detrás una estela de explotación donde había prometido una prosperidad instantánea. A fin de conquistar el terreno indispensable para la construcción de un oleoducto, Plainview se suma al fanatismo religioso de la región, sin convicción alguna, sólo por perversión y cálculo. Su enfrentamiento con el pastor local, Eliah Sunday (Paul Dano), y el mutuo desenmascaramiento en una secuencia portentosa, son momentos afortunados. Plainview resume en su personalidad diversos aspectos del embaucador Elmer Gantry (Brooks, 1960), de Charles Forster Kane (El Ciudadano Kane, Welles, 1941); del perverso Noah Cross (John Huston en Chinatown, Polanski, 1974), o del cínico jugador Mac Cabe en Del mismo barro (Altman, 1971). Anderson resume también la voracidad del imperio, el afán expansionista sin leyes y sin control efectivo, ajeno a toda ética profesional, tanto en tiempos de Upton Sinclair como en los más recientes de Halliburton.

Petróleo sangriento revela una organización social primitiva, sin asideros en la tradición o en la familia, donde sólo privan las estrategias de depredación exitosa y las alianzas instantáneas entre el mundo de los negocios, inclusive el de la religión, con el objetivo común de explotar a fondo la credulidad colectiva. Este mundo perdido en las llanuras desérticas de Texas –territorio de entrañas fértiles y apariencia estéril– es la tierra prometida para los aventureros del Nuevo Capital, los constructores de ciudades prósperas, hombres de largas miras y ambición desmedida, como el personaje que interpreta Daniel Plainview –la fría perspicacia incluida ya en el apellido.

Para recrear la atmósfera de barbarie de este lugar primitivo, Anderson no acude a la pista sonora del western fundacional de Altman (Del mismo barro) con aquel melancólico Leonard Cohen, sino a las brutales disonancias sonoras que hoy propone el guitarrista Johnny Greenwood en una partitura notable. Petróleo sangriento es la crónica puntual de un delirio expansionista; a su modo, historia mínima de la creación de un imperio. Anderson calibra y controla de modo magistral el aliento de esta épica intemporal. El resultado es sobresaliente.

 
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