Usted está aquí: domingo 24 de febrero de 2008 Opinión El siglo de Fidel

José Steinsleger

El siglo de Fidel

Ampliar la imagen Un admirador del Che dialoga con un oficial de la policía en La Habana Un admirador del Che dialoga con un oficial de la policía en La Habana Foto: Ap

Cruce de civilizaciones y culturas, Cuba y su revolución arrojaron sobre la mesa los naipes marcados de un continente que venía en pos de su destino, convirtiéndose en ejemplo de lo que los pueblos son capaces de realizar cuando saben de dónde vienen, y a dónde quieren ir.

¿Por qué la América triétnica padece de lo que Cuba ya no padece, aquel no saber adónde ir, aquel no saber por dónde seguir? ¿Qué les impide a sus dirigencias verse tal como son? ¿El alivio del sufrimiento en materia de salud, alimentación, educación, vivienda, vestido conlleva el imperativo de hacer una revolución?

Maquilladas con fórmulas políticas de importación, las dirigencias políticas de América Latina persisten en imaginar cómo debería ser la “democracia moderna”, cuento chino de quienes por haber negociado el sentir de las cosas, se sienten facultados para explicar cualquier cosa.

La alienación salta a la vista. En la mayoría de nuestros países, la “democracia moderna” engendró auténticos mamarrachos políticos que han mercantilizado el pensamiento liberal y clericalizado el pensamiento conservador, haciendo de la igualdad mito y de la solidaridad filantropía.

Ejemplo antes que “modelo”, la experiencia cubana indica que hacer la revolución es difícil, pero factible. Acontecimiento caótico en sus inicios, resulta curioso que la revolución sea el hecho conservador por excelencia. Caótico porque al empezar sus efectos se disparan en múltiples direcciones. Conservador porque sus ideales buscan, justamente, preservar los valores que consagró la “Gran Revolución”: libertad, igualdad, fraternidad.

En América Latina abundan personajes que, amurallados en su patético “cosmopolitismo”, hacen gala de conocer la historia, la filosofía, las artes, las lenguas y la cultura europea, lo que no está mal, pero ignoran qué pasó en América entre 1492 y 1810. De Roma y Santo Tomás, saben todo. Pero de cómo se formó el Tahuantinsuyu, o de cómo Haití contribuyó a la independencia de Estados Unidos, nada.

A pesar de ello, también son legión los hombres y mujeres que levantan polvareda. Luchas de las que brotan, precisamente, pensamientos como el de Fidel Castro, quien siendo apenas un adolescente levantó la espada que Simón Bolívar dejó en San Pedro Alejandrino (1830), José Artigas en Ibiray (1850), José Martí en Dos Ríos (1895) y Augusto César Sandino en Managua (1934).

La revolución cubana bien pudo seguir por el camino del nacionalismo revolucionario de México (1910) y Bolivia (1952), el liberalismo aguado de Costa Rica (1948) o adoptar el sistema partidocrático de Chile y Uruguay. De hecho, tales corrientes participaron en la lucha revolucionaria. Pero todas, menos la de Fidel, subestimaron el rol del imperialismo yanqui.

Washington nunca entendió que la revolución venía del grito “Viva Cuba libre”, pegado en el ingenio de La Demajagua en octubre de 1868. Luego, la “independencia” se firmó en ausencia de quienes habían peleado por ella: los cubanos.

Hambre y miseria no garantizan el éxito de una revolución. Cuanto mucho, tales flagelos causan revueltas, golpes de mano, conspiraciones, ingobernabilidad, efímeras tomas del poder. Por esto, la revolución cubana se volcó a los más necesitados. Y quienes de ella esperaban un capítulo más de sus mezquinos tejes y manejes, poco tardaron en desencantarse.

La revolución formó a dirigentes capaces de organizar y orientar. Y, por sobre todo, de velar para que la sangre derramada no fuese negociada por un plato de lentejas. Pues aquí es cuando los caminos se pierden, las dirigencias vacilan y todo se confunde en las brumas del oportunismo y la traición.

Muchos de los dirigentes cubanos que en el combate fundacional habían sido buenos, acabaron al servicio de lo peor. Y otros, sin ser de los mejores, se crecieron con humilde tenacidad en las increíbles adversidades cotidianas de la revolución.

Con ligereza, se dice que Cuba sobrevivió gracias a la ayuda soviética. Bien. ¿Y qué la sostuvo después? O bien: ¿adónde fueron a parar los miles de millones de dólares que Washington canalizó hacia más de 300 gobiernos constitucionales, o dictatoriales de América Latina, desde el triunfo de la revolución cubana?

Que en Cuba no hay “libertad”. ¿La “libertad” para que los seres humanos sean deliberadamente destruidos por las políticas que privatizan la riqueza y socializan la pobreza? Que Cuba está dominada por una “nomenklatura” de privilegiados. ¿Y cómo llamar a quienes saquean estados y países enteros al amparo de “la ley” y el “Estado de derecho”?

Que más de un millón de cubanos han abandonado el país, y muchos perdieron la vida en el mar. ¿Y cuántos mueren a diario cruzando el río Bravo o el Mediterráneo sin que la noticia conmueva? Que Fidel se mantiene por la “obcecación” de Washington en combatirlo. ¿Y entonces por qué nunca pudo derrocarlo?

Los unos abandonan la lucha por el socialismo, y los otros huyen del capitalismo que empuja a la lucha de todos contra todos. Por esto, el socialismo cubano fue entendido como opción de conciencia y solidaridad. ¿Existe la “tercera vía”? Sí, existe: el escepticismo socarrón y el oportunismo individualista de los cansados, son la “tercera vía”.

Hablar de Fidel Castro resulta difícil, pues fácil es imaginarlo como un superdotado por la naturaleza. Pero entonces la revolución habría sido obra y milagro de un ser extraterrestre.

No es verdad. Sin la voluntad política del pueblo cubano, dispuesto a defender lo suyo, ningún “superhombre” hubiese podido llevar a buen puerto los desafíos de una conducción que, desde el vamos, tenía las de perder. Porque de no haber cumplido con la palabra empeñada, el temple rebelde de los cubanos hace rato que hubiese acabado con Fidel.

Martí dijo: “Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías (...) Los políticos nacionales han de remplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.

Fidel dijo: “el socialismo ha sido el auténtico héroe del pueblo cubano”. Y su dilatada presencia en el poder le fue impuesta por las exigencias de conducir a un pueblo que hoy es ejemplo y dignidad frente a la agresividad del imperio más colosal de todos los tiempos.

Nuestra civilización desciende de Pericles, quien vivió en el siglo V antes de nuestra era (495-429). A los 34 años, Pericles se erigió en jefe del partido democrático. Relegido como estratega una y otra vez, agrupó a su alrededor a un equipo de pensadores y artistas que le valieron pasar a la historia como “el siglo de Pericles”.

En 200 años de vida política independiente, América Latina ha padecido cerca de mil 100 gobiernos que sólo han acarreado fracaso, lamento y frustración. Cuarenta millones de indígenas encabezan la tabla de padecimientos. De ahí que el día en que seamos ciudadanos de una patria común, el siglo XX latinoamericano será recordado como “el siglo de Fidel”.

(Tricontinental número 158, La Habana, Cuba, 2004, versión resumida y corregida)

 
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