Usted está aquí: jueves 21 de febrero de 2008 Opinión ¿Quién te entiende?

Olga Harmony

¿Quién te entiende?

Las declaraciones del lingüista Boris Fridman Mintz –asesor de las ONG que se preocupan por los sordos– recogidas por Ciro Pérez Silva y publicadas en La Jornada (18/02/08) acerca del rechazo de la SEP a ofrecer a los niños sordos escuelas especiales en que se les enseñe el lenguaje mexicano de señas, contraviniendo varios tratados internacionales, viene muy a cuento con el estreno de ¿Quién te entiende?, escenificación con que el grupo Seña y verbo dirigido por Alberto Lomnitz, cumple 15 años de hacer teatro con no oyentes y algún actor o actriz oyente. Lomnitz pertenece al grupo de personas, que se ocupan del tema, que se inclina decididamente por la enseñanza de señas para los niños sordos, porque opina que es muy difícil para los no oyentes leer en todos los casos los labios y que los sonidos que emiten cuando se les enseña a hablar resultan desafinados y poco gratos, lo que produce rechazo hacia ellos. El lenguaje mexicano de señas es una lengua muy extendida en el país y los sordos pueden aprender a leer y escribir el castellano como segundo idioma. Sería muy bueno que Daniel Hernández Franco, asesor de Josefina Vázquez Mota o la propia titular de la SEP, se asomaran a este montaje para que entiendan de qué se trata, porque los costos de escuelas especiales en que se enseñe el idioma de señas no puede ser un obstáculo para que se ofrezca esta disyuntiva reiteradamente solicitada por las organizaciones de sordos.

Lomnitz se basó en las historias verdaderas y contrastantes de tres sordos a los que cambió los nombres por Omar, Blanca y Federico. En una supuesta reunión de amigos, dos sordos y una oyente que conoce el lenguaje de señas, y a la espera de los tres protagonistas mientras relatan las historias de los esperados, se muestran las posibles opciones para los niños sordos. En un caso Federico, el niño sordo, finge saber escuchar y trata de hablar con el titubeante español que conoce, dando lugar a desfases de la realidad contadas de manera lúdica aunque sean muy torturantes, hasta que se encuentra con otros dos sordos que le enseñan el lenguaje de señas que le permite ubicarse completamente. En otro, el de Omar, se presenta una familia comprensiva de oyentes que aceptan al hijo como es e incluso han aprendido las señas para comunicarse con él. El más triste es el de Blanca, condenada a no tener idioma alguno, ni el castellano ni el mexicano de señas, ignorante hasta de que tiene un nombre y que logra por fin ser enviada a una escuela especial en donde la convierten en bilingüe y logra una vida normal al extremo de convertirse en amorosa madre. Los mensajes telefónicos que los amigos esperados envían a los que los esperan, proyectados para que el espectador los vea, muestran la peculiar sintaxis con que los sordos enlazan los dos lenguajes que emplean.

En una escenografía de Edyta Rzewuska –también responsable del vestuario– que consta de dos ambientes, uno interior que puede ser translúcido y que muestra la pequeña cocina de los reunidos, y otro exterior con grandes árboles que por momentos se traslucen hasta la cocina, Alberto Lomnitz dirige a sus actores. Antes de la tercera llamada, el actor y las dos actrices sirven café a los espectadores que lo desean, recurso que da la sensación de que el público comparte la amistosa espera y hace verosímil que los amigos se dirijan abiertamente al patio de butacas para contar las historias de los esperados. Para borrar toda posible compasión hacia los sordos y demostrar que son seres completos y con la misma posibilidad de ser felices que los oyentes, lo contado escénicamente, al incorporar a los ausentes, se aleja de toda sordidez a través de escenas muy graciosas y chispeantes. Así la escenificación de El cuervo de Edgar Allan Poe, en la que se ve inmiscuido Federico, o la familiar, repetida varias veces, en que diversos personajes aparecen aburrirse, o el viaje a Veracruz de la familia de Omar.

En varias ocasiones me he referido a la posibilidad de los tres lenguajes, el castellano con que el actor o la actriz oyente traducen las señas, éste mismo y el gestual y corporal en que los actores sordos han tenido grandes avances a lo largo de los 15 años de Seña y verbo. Esto se pone de relieve con el trabajo de Roberto de Loera y Lucila Olalde, los dos sordos, que no le van a la zaga a la oyente Haydée Boetto, una de las más eficaces actrices de nuestra escena y que aprendió el lenguaje de señas de manera muy completa. La escenificación se complementa con la música original de Eugenio Toussaint.

 
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