Usted está aquí: jueves 21 de febrero de 2008 Opinión Petróleo: aumentos y riesgo

Editorial

Petróleo: aumentos y riesgo

Ayer, por segundo día consecutivo, el precio del petróleo rompió la barrera simbólica de los 100 dólares por barril. El fenómeno lo atribuyen expertos al temor de una escasez del hidrocarburo por eventuales recortes adicionales en la producción de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) antes de comenzar el segundo trimestre del año, a la explosión de una refinería en Texas el lunes pasado e incluso a las acciones de sabotaje a las instalaciones petroleras de Nigeria, ocurridas en el contexto del conflicto político que vive esa nación, principal productora de crudo en África.

Independientemente de ello, las trasnacionales y la administración de Estados Unidos han venido jugando en las semanas recientes con factores que alientan e incluso provocan la carestía de los hidrocarburos: el pleito que Exxon Mobil, el gigante energético de ese país, emprendió ante tribunales internacionales contra Petróleos de Venezuela (PDVSA), el cual ha derivado en el congelamiento de 12 mil millones de dólares en activos de la paraestatal, así como la persistente hostilidad de Washington contra Irán y la advertencia del gobierno de éste sobre una reducción en su producción en respuesta a una sanción a su programa nuclear por parte de la Organización de las Naciones Unidas.

Las alzas en las cotizaciones petroleras son, de suyo, un factor recesivo para el conjunto de las economías del mundo, que se vuelve incluso explosivo en el contexto de la desaceleración en que ya se encuentra la economía estadunidense: la conjunción de estos dos elementos, alza en los precios y recesión, podría tener efectos graves en la de por sí precaria economía internacional y generar un descarrilamiento financiero de proporciones graves. En su empecinamiento por mantener la ocupación en Irak y en su peligrosa actuación contra la estabilidad del mercado, el gobierno saliente de Estados Unidos, encabezado por George W. Bush, ha dado muestras de una actitud indolente e inhumana, similar a la que encierra la célebre frase de Luis XV de Francia, “después de mí, el diluvio”.

Por lo que toca a México, la situación dista mucho de ser esperanzadora. Aunque nuestro país es un importante exportador mundial y en su conjunto debería verse beneficiado, en teoría, por las alzas de los hidrocarburos, es pertinente recordar que durante el sexenio anterior los excedentes de la factura petrolera desaparecieron en un pozo sin fondo de opacidad administrativa, de dispendio y, presumiblemente, de corrupción, y no hay elementos para confiar en que bajo la administración de Felipe Calderón no ocurra otro tanto.

Por añadidura, ante la falta de inversiones en sectores estratégicos de esta industria, como la refinación, México se ha convertido en importador de derivados de crudo –cerca de 40 por ciento del consumo nacional de gasolina proviene del extranjero–, por lo que los incrementos al precio de los hidrocarburos afectan los bolsillos de los ciudadanos de manera directa e indirecta, al generar mayores costos en el transporte e impulsar los fenómenos inflacionarios en general. Estos elementos, aunados a los incrementos impositivos que se han decretado recientemente y que castigan a los sectores productivos e inhiben la inversión, como el nuevo Impuesto Empresarial a Tasa Única (IETU), constituyen un factor de riesgo para la economía mexicana y, por extensión, para la estabilidad política del país.

Ante este panorama, es imperdonable que no exista una estrategia de gobierno para rescatar a la industria petrolera nacional y en su lugar se piense en entregarla total o parcialmente a la inversión privada, con lo que se colocaría en unas cuantas manos el patrimonio de toda una nación. Al día de hoy, lo que se requiere es frenar la depredación que padece Petróleos Mexicanos mediante una política de moralización y de austeridad real y significativa, tanto dentro de la paraestatal como de la administración pública en general, a fin de que la empresa pueda invertir en la renovación y el desarrollo de infraestructura; por ejemplo, la apremiante e indispensable construcción de nuevas refinerías para satisfacer con producción local el mercado de gasolina. En suma, urge consolidar con medios propios una industria petrolera rentable, productiva y eficiente, no para venderla al mejor postor ni para comprometerla en aventuras de coinversión inciertas y hasta peligrosas –habría que escarmentar con la disputa de Exxon contra PDVSA—, sino para convertirla en motor del desarrollo nacional y en factor de estabilidad económica ante las turbulencias internacionales.

 
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