Usted está aquí: jueves 21 de febrero de 2008 Cultura El eterno retorno

Margo Glantz

El eterno retorno

Acabo de regresar de un viaje. Estuve en París, en Colmar y en Düsseldorf. Me tocaron los peores momentos de Sarkozy, su matrimonio, el escándalo de su correspondencia secreta con Cecilia: “si tú me dices sí, lo dejo todo”; se comentaba la desnudez de Carla Bruni, ataviada solamente con botas y su anillo de matrimonio, idéntico al que le había dado Sarkozy a Cecilia; Carla, mucho más bella, más alta y rica que él, de vida “licenciosa”: el sainete, seguido de la caída de popularidad del presidente, más bien playboy que gobernante.

Además, visité varios museos: el taller de Giacometti en el Pompidou; la vestimenta de Les années folles en el Gallíera, los artistas alemanes degenerados y los horrores de la Primera Guerra Mundial (Dix, Grosz, Beckmann) en el Maillol; las fotografías del neoyorquino Saul Leiter en la Fundación Cartier-Bresson: Leiter, fotógrafo y pintor a quien la notoriedad no le preocupaba, pues había vivido desde niño “la desaprobación”: su padre, un rabino, quería que también lo fuese y para él la fotografía era non sancta, su madre le regalaba, a hurtadillas, una cámara; la exposición El infierno de la Biblioteca Nacional François Mitterrand, sección alojada en una región secreta del edificio de la calle Richelieu, donde hice mis investigaciones para doctorarme y donde, durante los años 20 del siglo pasado, trabajaba Georges Bataille, y recopilaba el material para sus famosos ensayos publicados en la revista Documents y para muchos de sus libros eróticos, Historia del Ojo, Madame Edwarda, Mi madre, El erotismo, Las lágrimas de Eros...; allí tambien trabajó Simone de Beauvoir para escribir el libro que la volvió famosa, El segundo sexo, para sólo mencionar a unos cuantos

Caminé infatigable por calles extrañamente asoleadas, recorrí bazares, grandes tiendas en época gloriosa de saldos, vi mucho cine, especialmente me maravilló una película ruso-belga de Andrey Zvyagintsev, intitulada en francés Le banissement (El exilio); asimismo, asistí a la representación de una cantata intitulada La pasión de Sor Juana, bastante lamentable, pero muy aplaudida, en la iglesia de Saint Germain de Pré, escrita y cantada por chilenos, de la cual me ocuparé en otro espacio.

Pero la perla de la corona fue mi visita a Colmar, antigua ciudad medieval situada en Alsacia, teatro de tantas polémicas y batallas entre alemanes y franceses. En el museo Unterlinden, una exposición de la pintura renana, simultáneamente exhibida en la Kunzhallede de Karlsruhe; figuran pintores como Baldung Grien, Durero, Altdorfer y Martin Schongauer, cuyos grabados fueron muy reproducidos en México durante el siglo XVI, como lo explicaba en sus clases el maravilloso Paco de la Maza, mi maestro en la Facultad de Filosofía cuando se alojaba en Mascarones. En 1955 estuve en Colmar con Paco López Cámara para visitar el retablo de Issenheim pintado por Matthias Grünewald y decorado con esculturas de Nicolas de Haguenau, que dejó en mí una profunda impresión y un exacto recuerdo. Pasé más de 50 años queriendo volver y en mis frecuentes visitas a París siempre intentaba ir, pero por distintas razones nunca pude hacerlo. Ahora el políptico se halla en la nave principal de la iglesia de Colmar, aunque originalmente se pintó y decoró para la ciudad de Issenheim, separados sus múltiples paneles para poder contemplarlos con perfección; se empieza por la Crucifixión, cuyos personajes disminuidos en relación con Cristo, demuestran su dolor, concentrado en sus manos, donde radica el máximo de la expresividad. Imposible no detenerse en la manera en que la Magdalena, la figura más pequeña de la hoja principal, estira sus brazos y enlaza sus manos en un elocuente gesto de desesperación, mientras la Virgen María vestida como monja se muestra más retenida en la expresión de su dolor; San Juan, al lado izquierdo señala hacia Cristo y su dedo se alarga con desmesura, apenas predicando, mientras las manos y los pies del Redentor, atravesados por los clavos, denotan no un sufrimiento moral sino un verdadero e intenso dolor físico que desmesura sus dedos alargados, excediendo e ilimitando su escasa anatomía. El cuerpo de Cristo es una llaga viva, su color es violáceo y el paño que cubre su bajo vientre es un pedazo de tela desgarrada. Mirar sus pies es casi intolerable, se enciman atravesados por un inmenso clavo negro y de sus dedos escurre una sangre espesa y roja que cae en gotas pesadas sobre la tierra.

 
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